jueves, 3 de agosto de 2017

El mejor verano de mi vida

El mejor verano de mi vida sucede en un pueblo pequeño de pescadores, a las orillas de un mar. Un pueblo con lavandería, puestos callejeros de tacos y consulta médica solo un día por semana. Un pueblo con una playa repleta de tortugas marinas, palmeras inclinadas y chalecos salvavidas descoloridos por el sol. Un pueblo situado en mitad de una frondosa jungla, cerca de cenotes de agua dulce y ruinas arqueológicas antiguas. Un pueblo rodeado de carteles de propiedad privada, una sola autopista y hoteles de lujo. Un pueblo donde puedes pagar en pesos, dólares o euros. Un pueblo lleno de huéspedes, con dos piscinas pequeñas y diez apartamentos en renta. Un pueblo con mosquitos, tarántulas e iguanas. Un pueblo con garrafas de agua de veinte litros, sartenes de hierro y duchas sin presión. Un pueblo de mangos, piñas y aguacates. Un pueblo con música en directo todos los días, alquiler de bicis sin freno y un oxxo en cada esquina. Un pueblo con una laguna donde viven delfines, mantarrayas y peces voladores. Un pueblo con ventilador en el techo, ventanas sin persiana y camas de dos metros de ancho. Un pueblo con esterillas moradas, cintas en las puertas y toallas blanquirrosas. Un pueblo con un solo ordenador para dos, internet lento y mapsme en el teléfono móvil. Un pueblo de repelente de mosquitos, aftersun y cicatricure. Un pueblo lleno de arena pegajosa, cuerdas para tender y destender y hamacas rotas. Un pueblo de caminos de tierra con baches, colectivos con paradas continuas y emisoras de radio con final feliz. Un pueblo con jarras de limonada fría, cafés poco cargados y helados caseros que se congelan. Un pueblo visto a través de máscaras de snorkel, gafas de sol y cámara de fotos sumergible. Un pueblo recorrido en chanclas, riñonera y bañador. El mejor verano de mi vida sucede en un pequeño pueblo así descrito, ya sea con treinta y cinco años o a la edad de diez.

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