jueves, 25 de octubre de 2018

Destino

Todo está
escrito... a lápiz.

Bienvenido a casa

Con el tiempo he aprendido a sentirme en casa casi en cualquier sitio. La necesidad hace virtud. Atrás quedó ya la sensación epicéntrica de mi habitación de adolescente, con sus minerales en cajas blancas de cartón, su estantería de pared con forma de casa y sus armarios de madera con rincones inaccesibles. Hoy han sido sustituidos por rojos sofás gastados, pianos oscuros cubiertos de polvo, campanas y relojes de estación sin hora, calles inventadas y ventanas sucias e indiscretas.

El concepto de casa no es algo fácil de explicar. El lugar donde vive tu familia. El lugar donde guardas tus posesiones materiales más preciadas. El lugar donde duermes la mayoría de las noches del año. El lugar donde llegan las cartas formales del banco. Si nos queremos poner más sensibles con el concepto de casa y pensamos en hogar, podríamos decir que es el lugar desde donde puedes ver llover en invierno por la ventana en pijama. El lugar donde te puedes tumbar en el sofá como te dé la gana y la tele sabe la contraseña de tu cuenta de Netflix. El lugar donde siempre hay de las galletas que te gustan. El lugar donde podemos colgar de la pared lo que se nos antoje (con sentido estético personal, claro está). El lugar donde los domingos no hay hora de check-out. El lugar donde, una vez cada cierto tiempo, se acaba el suavizante y el felpudo no es de una tienda de todo-a-euro. El lugar donde Google te notifica: “Bienvenido a casa”.

El inglés distingue bien una casa de un hogar. House y home. No hay lugar a duda. House, la de los demás, home, la mía. En español, el matiz es más sutil. Usamos la palabra casa en ambos casos. La palabra hogar evoca más bien a un espacio sentimental. Un lugar que tiene que ver con personas e historias y no con paredes y techos. No decimos “me voy a mi hogar”. Decimos “me voy a casa”, “estoy en casa”. Fijémonos bien. El artículo espera fuera, se queda abajo, en el portal. Si lo incluimos, “me voy a la casa”, “estoy en la casa”, nos surge una duda. ¿De quién? Es obvio que no es nuestra casa, nuestro hogar, sino la casa de otra persona.

He aprendido a sentir casa en muchos lugares, con distinta intensidad, pero la misma sensación. En lugares comunes que están ahí, accesibles, a la vista y el alcance de todo el mundo. Solo que no prestamos la suficiente atención. El asiento delantero derecho del autobús que me llevaba a la universidad, donde ver amanecer y leer con los ojos medio abiertos. El poyete del postigo en frente del Acueducto, al caer la tarde, donde ver a las golondrinas esconderse en huecos imposibles. El banco de las presillas donde podía ver a Oli crecer y apoyar mi cabeza en tus piernas. El rincón en la barra del hotel, donde están la máquina de café (expresso doble) y dos sillas vacías (casi) siempre. Las escaleras empinadas que llevan al colegio de mis sobrinas, su torre con nidos de cigüeñas y su laberinto mágico, donde las paredes responden con su eco. La cafetería en la primera planta de la Torre Eiffel, donde el suelo es transparente, nunca hay gente y siempre hay mesa con vistas. El camarote con sofás acolchados escondido en la parte de arriba del barco que sale de Venezia al anochecer. El banco del parque en la parte alta de la fría ciudad de Ginebra donde siempre da el sol.

Quizá el secreto está en llevar la casa encima, como si fuéramos caracoles, tortugas o como esos cangrejos diminutos que llevan a cuestas piedras y conchas para resguardarse. Quizá el secreto está en aprender a sentir casa en cualquier lugar. Contigo.

martes, 23 de octubre de 2018

La caja de Pandora

Pobre, pobre Pandora. Zeus la envía a casarse con Epimeteo, un hombre no demasiado brillante a quien ni siquiera conoce, llevando como regalo nupcial un ánfora misteriosa herméticamente tapada. Nadie le ha explicado el contenido del ánfora. Nadie le ha advertido que no la destape. Pero, naturalmente, ella la abre. ¿Qué otra cosa puede hacer? ¿Cómo iba a saber que todas esas terribles calamidades iban a escapar del interior para atormentar para siempre al género humano y que lo único que quedaría dentro sería la esperanza? ¿Cómo no había una etiqueta de advertencia?

Y, luego, todo el mundo exclamaría: Oh, Pandora. ¿Dónde está tu fuerza de voluntad? Te dijeron que no abrieras esa caja, tú, chica fisgona, mujer de insaciable curiosidad, contempla ahora lo que has hecho. Y ella se defenderá. Para empezar era un ánfora, no una caja, y, además, cuántas veces tendrá que decirlo, ¡nadie le dijo que no la destapara!

(Liane Moriarty)