martes, 29 de marzo de 2016

El tiempo de las cosas

Me gusta medir el tiempo de las cosas en escalas propias e inventadas, que nada tienen que ver con segundos ni minutos. Mi cafetera tarda en calentarse el tiempo justo en el que se toca el preludio número uno de Bach al piano. Se tarda en correr diez kilómetros exactamente lo mismo que en escuchar el disco wish de the cure, utilizando la última canción para estirar. El tiempo en recuperarse de la extracción de una muela del juicio es idéntico al metraje de las dos primeras temporadas de modern family en versión original. El autobús de mi casa a príncipe pío tarda el tiempo justo en escribir doce whatsapps y un par de emails; y el tren hasta atocha dura lo mismo que un capítulo entero del libro que me esté leyendo en ese momento, incluida la última página si apuro en extremo la apertura de puertas. Una película actual tarda en descargarse el tiempo justo en el que se trocea un tomate y se cocina una tortilla francesa, igual a la de patata; y el tiempo que tarda mi horno en gratinar unos macarrones mide la distancia entre mi casa y la panadería del barrio, ida y regreso, siempre y cuando consiga despistar a la vecina del bajo, asomada a la ventana con ganas de cháchara. Un mes es el tiempo que necesita la enredadera colgada del techo de mi salón en avanzar hasta la siguiente balda de la vitrina. Escribir este post me lleva el tiempo que transcurre entre que empieza a esconderse el sol hasta que se pone. Tardo en merendarme un bollicao relleno con mi mano izquierda el mismo tiempo en que mi mano derecha cierra la puerta de la nevera, sin pestañear. Una semana es el tiempo que transcurre entre clase y clase, deberes incluidos. Mido el tiempo de las cosas de esta peculiar manera. No necesito reloj.