miércoles, 23 de junio de 2010

martes, 22 de junio de 2010

Decisiones

Serían principios, o incluso mediados, de la década de los 90. Mi "yo" actual aún no existía. Se empezaban a definir las líneas de un anteproyecto de mi, algo alejado, debo decir, de en lo que me he convertido. Una de esas líneas, marcada con un grueso trazo, definía mi sentido de la responsabilidad y el deber, un fuerte sentido no ajustado a mi edad en aquella época. Era un pardillo, vamos.

Fue este sentido de la responsabilidad, junto con el trabajo de mis hermanas en una academia de idiomas, lo que me llevó a aceptar mi primer trabajo remunerado en plena época estival. Repartir unas octavillas informativas de cursos y horarios que se impartían en la academia. Desde ese momento lo vi clarísimo. No he nacido para trabajar haciendo cosas que no me gustan.

Se suponía que debía repartir las octavillas por toda mi ciudad, desde la zona más alta a la más baja. Incluso debía repartirlas a distintos horarios para cubrir todo el espectro social posible. Cientos, miles, millones de octavillas, me pareció contar a mí. ¡Insufrible! Y en un momento de lucidez, lo vi todo claro y despejado como el cielo de un día de verano. Me desharía de las octavillas malditas en un solo movimiento, en una acción rápida y decidida.

Podía haberlas echado a un contenedor, haberlas quemado, incluso haberlas guardado en mi casa. Pero no, tracé un plan más ambicioso, más elaborado, donde no dejaría rastro ni huella de mi delito de estafa laboral (también llamado escaqueo).

Decidí tirarlas todas desde lo alto de una muralla de 30 metros cercana a mi casa. ¡Menudo espectáculo! Las octavillas se esparcieron por todos lados, cubrieron todo el suelo, algunas se quedaron en las ramas de unos árboles cercanos. En definitiva, se habrían visto desde el cielo, hasta en google maps. Evidentemente, fue una mala decisión.

Pero fue una decisión, al fin y al cabo.

En la vida generalmente las decisiones no están tan claras, las que son buenas y las que son malas. He tardado unos años en darme cuenta de que la mayoría de las decisiones que tomamos no son buenas o malas, son decisiones. Simplemente. A pesar de que nos quedamos con la sensación de que acertamos o fallamos, sólo son decisiones. Incluso en muchas ocasiones, tenemos la tendencia de pensar en que si hubiésemos tomado una decisión distinta, nos habrían ido mejor las cosas. Nada más lejos de la realidad.

Pero a veces, este miedo a equivocarnos en las decisiones, nos impide decidir, tomar una determinación ante un aspecto concreto, ante un problema, ante una situación en particular que nos afecta. Y entonces el problema se instala en nuestras vidas, se hace uno con nosotros y nos acompaña a través del tiempo.

No suelen ser problemas o situaciones que afectan al día a día, no son problemas que requieran medidas urgentes, aunque sí son importantes y, a la larga, sí terminan aflorando si no tomamos una decisión a tiempo. Nos gusta posponer estas decisiones y relativizamos la importancia del problema dándole un carácter temporal. Ya se pasará. Ya se solucionará, nos decimos. Pero a veces, lo temporal dura demasiado tiempo.

Nunca somos esclavos de una decisión tomada, pero sí lo somos de una decisión no tomada. Aprendemos de las decisiones tomadas, aunque nos equivoquemos.

Hoy me viene a la cabeza la imagen de las octavillas esparcidas y me sonrío. No fue muy honesto por mi parte, ya lo sé. Y la decisión que tomé de arrojarlas desde lo alto fue probablemente la peor decisión que pude tomar en ese momento. Pero me gusta ver que mi anteproyecto de "yo" ya tomaba decisiones antes los problemas y las situaciones que le incomodaban.

Mañana haré un repaso de algunos aspectos de mi vida, no vaya a ser que les haya dado un carácter temporal, esperando a ver qué sucede, y me esté olvidando de tomar decisiones.