martes, 30 de noviembre de 2010

Never too late

Ya es demasiado tarde. El tiempo se ha agotado. No cabe esperanza alguna. No existe ya posibilidad ninguna. Nada de lo que pueda hacer cambiará las cosas. No hay solución posible. Cualquier intento tornará en vano. De la misma manera que intentar detener un disparo utilizando una hoja de papel como escudo. Como intentar retener el sonido de una canción en una botella de plástico. Como enviar en una carta el sabor de un plato elaborado. Como intentar fotocopiar un sentimiento a todo color. Intentos inútiles.

Tantos anhelos, tanto esfuerzo, tanto sacrificio, tantos desvelos, tantas batallas, tanto sudor. Todo se ha acabado. No queda ya ningún camino que tomar. Todas las puertas están cerradas. No hay alternativa posible. Como mirar a través de un cristal opaco e infranqueable. Como intentar guardar la luz del sol de la mañana en una bombilla. Como intentar que vuelva a latir un corazón muerto.

Toda vela consume su cera. Más tarde o más temprano. Un témpano de hielo acaba por derretirse. Hasta la última gota. Todo fuego se extingue, cuando ya no queda nada más que arder. El vacío más inmenso invade todos los espacios. La desolación más absoluta cubre todos los sentimientos. La desesperación más intensa abate toda voluntad. Se desploma el cielo. Y cae la noche. En la oscuridad más profunda una sola frase ocupa mi mente: ya es demasiado tarde.

O no.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Una noche más

Abro los ojos . Siento la luz del sol que entra a través de los ventanales de la habitación en lo más hondo de mi cabeza. Va a explotar. Tumbado en una cama, no puedo imaginar un mundo en vertical. Me desplomaría nada más intentar ponerme en pié. Me pregunto cuánto tiempo llevo aquí. Ninguno de mis músculos responde, ni mis brazos, ni mis piernas. Siento como si pesasen toneladas. Definitivamente, mi cabeza va a explotar. Consigo enfocar mi mirada. Clavo mis ojos en un espejo situado justo en el techo, encima de mí. Veo una gran cama redonda, con sabanas blancas, aterciopeladas, revueltas. Veo los cuerpos de tres chicas. Desnudas. Duermen. No puedo creer lo que veo. No me gusta el terciopelo. ¡Cómo he podido dormir en estas sábanas! Me he vuelto a defraudar a mí mismo. Desde los catorce años me juré que si algún día me levantara rodeado de tres mujeres, nunca jamás olvidaría el más mínimo detalle. Ni siquiera sé cómo se llaman. Ni siquiera sé quiénes son. Espero haber usado protección. Consigo mover levemente el cuello. Incorporo mi cabeza que, finalmente, explota. Toda la habitación gira. Me esfuerzo por detener mi vista en lo que tengo más cerca. Confirmo lo que he visto en el espejo. Observo a mi alrededor todo un entramado guernikano de brazos, cabezas y piernas. La teoría del caos presente en cada centímetro de la cama.

Busco una salida. Necesito pisar el suelo. Mis torpes movimientos hacen revolverse al resto de piernas y brazos. Pronto, el caos corporal se reorganiza en la cama, sin mí. Desde las alturas, la habitación gira con más velocidad. Llevo las palmas de mis manos a mis ojos. Siento como las inocentes células de mi cabeza han sido sometidas por todas las sustancias réprobas que ingerí ayer. Miro alrededor. Más allá de la cama veo un mundo devastado de botellas de alcohol y ropa interior. Me llevo al gaznate los restos líquidos de una de las botellas. Me dirijo al cuarto de baño. Me miro en el espejo. No me reconozco. Siento como si un ejército de tanques hubiese hecho prácticas en mi cabeza. No saco ninguna conclusión. Me acerco a la ducha. Abro el grifo. Gotas de un agua proveniente del mismísimo polo norte caen sobre mí. Actúan como refuerzo para mis inocentes células que empiezan a retomar el control. Apoyo mis manos en la pared y dejo que el agua caiga sobre mi nuca y mi espalda. A mi cabeza vienen flashes de lo ocurrido la noche anterior. Al parecer fue divertido. Una noche más. Analizo mi situación actual, resumo mis problemas en mi dolor infinito de cabeza y en la presencia de esos cuerpos desconocidos en mi cama. Pastillas y una excusa improvisada, vacía y barata. Esas serán mis soluciones. Aunque todo eso de momento puede esperar. Me sienta bien la ducha. Seguiré aquí un rato más.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Going along with you (en compañía)


Las mejores cosas en mi vida siempre me han ocurrido en compañía. Siempre me he considerado una persona independiente, capaz y cuidadoso (o más bien, perezoso) de involucrar en mis objetivos a otras personas. Sus distintos ritmos de pensar, de actuar, de moverse han llegado a exasperarme en muchas ocasiones. Y me refiero a exasperarme a todos los niveles posibles. Emocionales, sociales y profesionales.

Delegar. A nivel profesional me costó poco tiempo darme cuenta. Pretender que todos en un equipo de trabajo sigan y se muevan al mismo ritmo, es como pedir a un ciclista que nade en mar abierto, o a un futbolista que suba un puerto de montaña. J. me dijo un día "cómo se nota que no has hecho la mili (el servicio militar, claro está)". Ese día lo vi todo claro. Cada persona tiene sus propias habilidades, más o menos desarrolladas. Es necesario buscar la especialidad de cada uno y ayudarle a desplegarla.

Compartir. A nivel social estudié en mis años de universidad un doctorado acerca del desarrollo humano y personal; compartiendo con L. asignaturas (troncales y optativas) del tipo "ideas", "sueños", "miedos", "proyectos" (en primer cuatrimestre) y también del tipo "aficiones", "bares", "ligues", "horas" (en segundo cuatrimestre). En la tesis final que presenté, concluí que el momento más divertido y gratificante de un hecho no es el momento en sí en el que sucede, sino el momento posterior en el que lo recuerdas y lo compartes con aquellos que estuvieron y te acompañaron. De nada sirve subir al Everest tú sólo y no poder comentarlo ni recordarlo nunca con nadie. Nadie que escuche tu grito al llegar a la cima.

Confiar. A nivel emocional me ha llevado más años entenderlo. He tenido que subir y bajar varias cuestas para entender que hay cosas que no se ven con los ojos y razones que no es piensan con la cabeza. M. me enseñó a limar todas las asperezas del mundo a través de las palabras. Son el mejor combustible para un largo viaje. Un problema del tamaño de una montaña puede derribarse con el soplo de una palabra. Nada hay más poderoso que la comunicación, fluida, directa, constante. Invertir en comunicación es la clave de la rentabilidad en los proyectos entre personas.

Es así como, descubriendo nuestros yo's en otras personas, aprendiendo de los no-yo's con los que nos encontramos, delegando en los demás, confiando, compartiendo, transformando el tiempo en palabras,... es así como llegamos lejos. Porque si quieres llegar pronto, mejor ve sólo; pero si quieres llegar lejos, mejor ve acompañado.

martes, 19 de octubre de 2010

I'm here

There are many of us
When I turn, turn away,
I want to know you will be there
When I first broke my shell,
I knew there was so much more..
I didn't know...

There are many of us,
for you to turn,
There are many of us,
for you to share...

When I turn, turn around,
I want to know you will be there,
When I first let you share,

I knew there was so much love,
I didn't know...

There are many of us,
for you to leave,
There are many of us,
for you to care...

Here the movie in HD



lunes, 30 de agosto de 2010

Es mejor

Es mejor, si lo que me pasa, me pasa contigo.
Es mejor, mucho más, mucho mejor, más divertido.

domingo, 22 de agosto de 2010

miércoles, 4 de agosto de 2010

... y cabinas telefónicas azules

Cartas y llamadas.
Todas las semanas, además de las cartas, me escapaba una o dos veces por semana para realizar una llamada interurbana. Decir llamada interurbana en aquella época era como nombrar al diablo. No recuerdo en absoluto cuál era la tarifa de ese tipo de llamadas y, aunque estoy seguro de que hoy en día esa tarifa sonaría a risa, en aquella época no había otro tipo de llamadas más caras que las interurbanas. Obviamente, no existía nada que se pareciese lo más mínimo a las actuales tarifas planas. Es por eso que me escapaba a una cabina telefónica, cerca de mi casa, deseando que no estuviese ocupada (lo cual era un auténtico fastidio), para poder tener controlado mi presupuesto semanal destinado a llamadas telefónicas. También me ayudaba tener este control el uso de unas tarjetas telefónicas, a modo de prepago con valor de cien o doscientas pesetas. En las tarjetas venía motivos cinematográficos, publicitarios, ilustrativos, etc. Llegué a tener cientos de tarjetas guardadas, ya inservibles económicamente, pero con un alto valor sentimental. Me preguntó dónde estarán ahora esas tarjetas, no recuerdo haberlas tirado.

(Me despierta curiosidad saber cuál sería la tarifa "prohibitiva" de esas llamadas interurbanas, preguntaré luego a google, a ver si se acuerda. Me llama la atención saber que, hoy en día, llamar al otro lado del mundo no cuesta más de un céntimo por minuto. Fortunately.)

En esas llamadas desde la cabina había que pasar un examen inicial durísimo. Nunca sabías quién descolgaría el teléfono y siempre existía la posibilidad de que fuera la voz grave, seria y aterradora de su padre. Hoy en día, con los teléfonos móviles ya no es necesario comenzar las llamadas con ¿está fulanito? En aquella época me generaba una auténtica tensión la espera de ver quién respondería. Cuando era ella quien me llamaba mi, "Edu, es para ti", corría todo cuanto podía hasta la última habitación de la casa donde mi padre había instalado teléfono y gritaba "cuelga". No había nada más importante en ese momento en el mundo que colgase mi madre, o quién hubiese cogido el teléfono. La conversación no podía comenzar hasta no estar completamente seguro de que el único teléfono descolgado de la casa fuera el mío. Llegué a depurar muchísimo la capacidad de escuchar ese "ruidito", casi imperceptible, que hace un teléfono al descolgarse cuando la conversación ya está iniciada. A veces podía sentir que la misma CIA me espiaba. ¡Qué cosas!

Y así pasaron las semanas. Más adelante sustituiríamos las llamadas telefónicas desde la cabina por los teléfonos móviles, la posibilidad de llamar en cualquier momento y a la persona directamente, sin exámenes iniciales; también cambiaríamos las cartas en papel por los mensajes de texto, que no son más que minicartas personalizadas, digitalizadas e instantáneas; y haríamos del email la forma más rápida, económica y sencilla de comunicarnos, no matter where, no matter when.

Me pregunto qué diferencia hay entre una llamada de aquella época, interurbana, desde un teléfono fijo, escondido en alguna esquina de la casa de mis padres y una llamada hoy en día, internacional, desde un teléfono inalámbrico tirado en el sofá de mi casa.

En cualquier caso, espero y confío que la carta que eché esta mañana llegue a su destino. Y ahora, con permiso, tengo que hacer una llamada.
¡Cuelga!

Buzones amarillos...

No he tardado mucho en encontrar uno.
Llevo un par de días con el pendiente de enviar una carta por correo postal, también llamado correo ordinario, creo. Aunque de ordinario, en su acepción de suceso habitual, tiene ya poco. No me viene muy lejos la oficina de correos, pero no quería demorar más el envío, así pues, he buscado un buzón, circular, amarillo, con sombrero, de los de toda la vida. He levantado la visera que trae la ranura por donde se echan las cartas y he dejado caer la mía. No puedo creer la inseguridad y desconfianza que me ha invadido, he sentido mil dudas acerca de la fiabilidad del sistema. ¿Llegará la carta? Supongo que hacía años que no echaba una carta al buzón, y la falta de costumbre (de hecho no sabía ni en qué lado había que poner el sello) es la que me ha generado tanta incertidumbre.

Me ha venido a la cabeza, de repente, como el chispazo de un fogón o el rayo de una tormenta, todas las veces que eché cartas a un buzón en el pasado.

Hubo un tiempo en el que no existía el correo electrónico. Increíble. Y un tiempo nada lejano, por raro que parezca. La única manera de mantener el contacto con amigos de otras ciudades, hechos en campamentos de verano, generalmente, era el intercambio de cartas. Cartas escritas en papel, a boli, dobladas, guardadas en un sobre de cuarto de folio, señalizadas con sellos de veintipocas pesetas. Hubo un tiempo en el que alrededor del envío de una de estas cartas giraban todos mis días de la semana, una semana tras otra.

Al parecer, siempre he tenido tendencia por las relaciones de larga distancia. Inexplicablemente. A los dieciséis años salía con una chica que vivía en una ciudad a cien kilómetros de la mía. Nos veíamos todos los fines de semana (lo que daría hoy), pero entre semana estábamos separados. Hablar hoy en día de cien kilómetros parece irrisorio, pero en una época en la que no existía el coche (para mí), ni los teléfonos móviles, ni el correo electrónico (para el mundo entero), se me hacía una distancia tan grande como pueden ser hoy en día casi diez mil kilómetros.

Toda mi semana, como ya he dicho, giraba en torno al envío de una carta a mi chica y, sobre todo, a la recepción de la correspondiente respuesta. Eran cartas de varios folios donde, supongo, nos contaríamos mil y una ideas y sueños que nos pasasen por la cabeza. Las cartas tardaban uno o dos días en llegar, así que el lunes, o martes a más tardar, la carta ya debía estar escrita. A veces los miércoles, con sorpresa, a veces los jueves, con ansia, a veces los viernes, con desesperación, al llegar a casa del instituto, ahí estaba, encima de mi escritorio, su carta, la razón de mi semana.

Hoy en día, no me genera ningún tipo de emoción abrir mi buzón. Sólo recibe cartas mecanizadas y alargadas, del banco y del mercadona, principalmente. Ya he olvidado la sensación y la emoción que producía recibir una carta con mi nombre escrito a mano y recogerla como si tuvieses un auténtico tesoro en la mano. La última vez que eso ocurrió fue hace dos años, me escribió Andy Warhol, desde Barcelona.

miércoles, 23 de junio de 2010

martes, 22 de junio de 2010

Decisiones

Serían principios, o incluso mediados, de la década de los 90. Mi "yo" actual aún no existía. Se empezaban a definir las líneas de un anteproyecto de mi, algo alejado, debo decir, de en lo que me he convertido. Una de esas líneas, marcada con un grueso trazo, definía mi sentido de la responsabilidad y el deber, un fuerte sentido no ajustado a mi edad en aquella época. Era un pardillo, vamos.

Fue este sentido de la responsabilidad, junto con el trabajo de mis hermanas en una academia de idiomas, lo que me llevó a aceptar mi primer trabajo remunerado en plena época estival. Repartir unas octavillas informativas de cursos y horarios que se impartían en la academia. Desde ese momento lo vi clarísimo. No he nacido para trabajar haciendo cosas que no me gustan.

Se suponía que debía repartir las octavillas por toda mi ciudad, desde la zona más alta a la más baja. Incluso debía repartirlas a distintos horarios para cubrir todo el espectro social posible. Cientos, miles, millones de octavillas, me pareció contar a mí. ¡Insufrible! Y en un momento de lucidez, lo vi todo claro y despejado como el cielo de un día de verano. Me desharía de las octavillas malditas en un solo movimiento, en una acción rápida y decidida.

Podía haberlas echado a un contenedor, haberlas quemado, incluso haberlas guardado en mi casa. Pero no, tracé un plan más ambicioso, más elaborado, donde no dejaría rastro ni huella de mi delito de estafa laboral (también llamado escaqueo).

Decidí tirarlas todas desde lo alto de una muralla de 30 metros cercana a mi casa. ¡Menudo espectáculo! Las octavillas se esparcieron por todos lados, cubrieron todo el suelo, algunas se quedaron en las ramas de unos árboles cercanos. En definitiva, se habrían visto desde el cielo, hasta en google maps. Evidentemente, fue una mala decisión.

Pero fue una decisión, al fin y al cabo.

En la vida generalmente las decisiones no están tan claras, las que son buenas y las que son malas. He tardado unos años en darme cuenta de que la mayoría de las decisiones que tomamos no son buenas o malas, son decisiones. Simplemente. A pesar de que nos quedamos con la sensación de que acertamos o fallamos, sólo son decisiones. Incluso en muchas ocasiones, tenemos la tendencia de pensar en que si hubiésemos tomado una decisión distinta, nos habrían ido mejor las cosas. Nada más lejos de la realidad.

Pero a veces, este miedo a equivocarnos en las decisiones, nos impide decidir, tomar una determinación ante un aspecto concreto, ante un problema, ante una situación en particular que nos afecta. Y entonces el problema se instala en nuestras vidas, se hace uno con nosotros y nos acompaña a través del tiempo.

No suelen ser problemas o situaciones que afectan al día a día, no son problemas que requieran medidas urgentes, aunque sí son importantes y, a la larga, sí terminan aflorando si no tomamos una decisión a tiempo. Nos gusta posponer estas decisiones y relativizamos la importancia del problema dándole un carácter temporal. Ya se pasará. Ya se solucionará, nos decimos. Pero a veces, lo temporal dura demasiado tiempo.

Nunca somos esclavos de una decisión tomada, pero sí lo somos de una decisión no tomada. Aprendemos de las decisiones tomadas, aunque nos equivoquemos.

Hoy me viene a la cabeza la imagen de las octavillas esparcidas y me sonrío. No fue muy honesto por mi parte, ya lo sé. Y la decisión que tomé de arrojarlas desde lo alto fue probablemente la peor decisión que pude tomar en ese momento. Pero me gusta ver que mi anteproyecto de "yo" ya tomaba decisiones antes los problemas y las situaciones que le incomodaban.

Mañana haré un repaso de algunos aspectos de mi vida, no vaya a ser que les haya dado un carácter temporal, esperando a ver qué sucede, y me esté olvidando de tomar decisiones.

sábado, 17 de abril de 2010

Ke nako (Llegó la hora)

Celebrate Afrika's Humanity. Go Spain!

lunes, 5 de abril de 2010

♪ ♫ = f(x)

Hay una aplicación para el iphone que me tiene loco. Ouh yeah!

Una canción que suena en la radio del coche, la música de fondo de un anuncio de televisión, música que suena de repente, y te gusta, te cautiva, o simplemente despierta tu curiosidad, pero no tienes ni la menor idea de qué canción se trata. Con tan sólo diez segundos de escucha, esta aplicación es capaz de averiguar título, autor, intérprete, año de creación, etc. Diez segundos, ¡wow! Una especie de mozart digital con el oido más fino y delicado del universo.

Basta con acercar el iphone a la música y este, a través del micrófono, toma muestras o quién sabe qué diablos hará (*), las manda, a través de internet, a su base de datos central de todas las canciones del mundo y te muestra el resultado. Insisto, diez segundos le bastan para averiguar exactamente de qué canción se trata. ¡Con todas las canciones que existen en el mundo mundial!

(*) Algo estudié en la universidad acerca de cómo convertir la música en matemáticas, como transcribir los sonidos en números. Al fin y al cabo eso es lo que hace esta aplicación. Lo cierto es que resta un poco de magía a mi relato, pues realmente sé como funciona la aplicación, pero no por ello deja de sorprenderme, en absoluto.

Las canciones, en su versión comercial, suelen durar cerca de cuatro minutos. En ese tiempo, nos encontrarnos diferentes ritmos, compases, instrumentos, voces,... todos ellos mezclados. Tomando simplemente diez segundos de muestra se puede diferenciar esta mezcla de todas las demás. Como si probasemos una sola cucharada de un plato y pudiésemos decir qué ingredientes y en qué proporción exacta están mezclados. Es como si, a partir de un pelo que se cae de la cabeza de alguien, o tomándole una foto, pudiesemos conocer todos y cada uno de los rasgos de su personalidad, la mezcla de sus sentimientos, experiencias, pasiones, miedos, etc.

¿Se pueden tomar diez segundos de muestra de una persona y saber exactamente cómo es?

Recuerdo haber leido o escuchado teorías acerca de la "primera impresion" de las personas. Se supone que los primeros minutos, segundos incluso, de interacción entre dos personas marcarán el noventa por ciento de la forma de pensar de ambos acerca del otro. No estoy de acuerdo del todo, la verdad, pero si es cierto que en el trasfondo de esas teorías hay mucho de real. En esos primeros minutos las personas tomamos muestras de los demás y las catalogamos.

Me pregunto si en el futuro, algún sociologo o psicólogo intrépido, será capaz de desarrollar un test que, en tan sólo diez preguntas, sea capaz de definir, distinguir y diferenciar a una persona de todas las demás. Imagino que las respuestas se enviarían a una base de datos central de todas las personas del mundo y nos daría el resultado, fulanito de tal, menganito de cual. Cada persona tendríamos una combinación de respuestas únicas que nos identificarían unívocamente. ¿Podría ser?

Con las canciones funciona porque una vez creadas, permanecen eternamente inalterables. La base de datos se actualiza sólo con nuevas canciones. Pero los humanos... ¡ay amigo, los humanos! Seríamos capaces de dar una respuesta totalmente diferente a la misma pregunta en función de la hora del día, nuestro estado de ánimo en ese momento, nuestra percepción, y quién sabe cuántos factores más que influirían en nuestra respuesta. Y sí, si consiguiesemos meter todos esos factores también en la base de datos, funcionaría. Pero la tendríamos que estar actualizando cada segundo, con cada experiencia y cada factor propio de cada persona. No habría ni ordenador, ni ancho de banda que soportase tal actividad.

Así pues, por el momento, sin base de datos central mediante, podemos seguir jugando a conocer personas, tomando y analizando muestras a partir de nuestras propias bases de datos, las que tenemos cada uno, individualmente, en nuestras cabezas, creadas únicamente a partir de nuestras experiencias. Supongo que conocer a las personas consiste en eso, en sorprenderte cuando responden o actúan de una manera nueva, inesperada.

Genial aplicación para el iphone, ésta.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Curiosité

El año pasado, por estas fechas, decidí matricularme en 1º de francés en la escuela de idiomas de mi ciudad. ¡Bien por mi! Fue una mezcla de varias cosas. No abandonar los hábitos y ámbitos académicos, por un lado. Afrontar potenciales proyectos futuros empresariales, por otro lado. Dudé entre inglés y francés. Cuatro horas semanales darían un mayor fruto en un lenguaje apenas conocido por mi. Sentí que sería más gratificante y útil pasar de 0 a 1 en francés, que de 7 a 7,1 en inglés.

Mi determinación se vino abajo pocas semanas después. Todas y cada una de las personas con las que compartí mi decisión me escupían la misma pregunta: ¿y por qué francés y no inglés? Al principio les contaba, muy convencido, todo la parrafada anterior, con el objetivo de que comprendiesen y compartiesen mi decisión. Viendo sus caras, poco a poco deje de buscar su comprensión y, finalmente, dejé de decirlo con convencimiento.

Empezaron las clases. Fijé un horario casi nocturno, que se adaptase perfectamente a mi jornada de trabajo. Mis compañeros académicos debieron de seguir el mismo razonamiento, por lo que me encontraba en una clase con una media de edad de la cual yo era una buena muestra.

Supongo que hay cosas que nunca cambian, con 14, con 18, con 30 o con 60 años. El primer día de clase es todo un ritual. La sonrisa fácil, las conversaciones banales, el ojear varias veces las hojas en blanco del cuaderno, el manipular el móvil sin objetivo alguno, tapar y destapar el boli compulsivamente, etc.

Al tercer día (según las escrituras, claro está), mientras estabamos inmersos en la amplia gama de colores y su pronunciación en lengua francesa, ocurrióseme quién sabe qué comentario apropiado para compartir en ese mismo momento con mi compañero de pupitre. Mi amplitud vocal fue inadecuada, según la maestra, decidiendo ésta... ¡llamarme la atención! ¡llamarme la atención! Fue como un viaje en el tiempo a la niñez. No es que haya sido yo un alumno desobediente y ruidoso en mi periplo escolar, pero lo último que me esperaba en ese momento era recibir un toque de atención y silencio.

El pequeño acontecimiento descrito me resultó tremendamente divertido (con permiso de la maestra) y, tremendamente, revelador. Y, justo en ese momento, ¡lo vi tan claro! Comprendí que mi decisión de estudiar tal o cual idioma, fue la acertada. Y comprendí la verdadera razón de por qué estaba en esa clase. Divertirme, nada más. Aprender y entretenerme. Al carajo si alguna vez el francés me servirá para algo. Al carajo si el estudiar inglés habría sido más útil o beneficioso. No todo en esta vida tiene que tener un objetivo prefijado definido, ¿no?

Si alguna vez me vuelven a preguntar: ¿y por qué francés y no inglés? ya se que responderé. No hay más razón que ésta: "Simplemente, tenía curiosidad"