miércoles, 10 de marzo de 2010

Curiosité

El año pasado, por estas fechas, decidí matricularme en 1º de francés en la escuela de idiomas de mi ciudad. ¡Bien por mi! Fue una mezcla de varias cosas. No abandonar los hábitos y ámbitos académicos, por un lado. Afrontar potenciales proyectos futuros empresariales, por otro lado. Dudé entre inglés y francés. Cuatro horas semanales darían un mayor fruto en un lenguaje apenas conocido por mi. Sentí que sería más gratificante y útil pasar de 0 a 1 en francés, que de 7 a 7,1 en inglés.

Mi determinación se vino abajo pocas semanas después. Todas y cada una de las personas con las que compartí mi decisión me escupían la misma pregunta: ¿y por qué francés y no inglés? Al principio les contaba, muy convencido, todo la parrafada anterior, con el objetivo de que comprendiesen y compartiesen mi decisión. Viendo sus caras, poco a poco deje de buscar su comprensión y, finalmente, dejé de decirlo con convencimiento.

Empezaron las clases. Fijé un horario casi nocturno, que se adaptase perfectamente a mi jornada de trabajo. Mis compañeros académicos debieron de seguir el mismo razonamiento, por lo que me encontraba en una clase con una media de edad de la cual yo era una buena muestra.

Supongo que hay cosas que nunca cambian, con 14, con 18, con 30 o con 60 años. El primer día de clase es todo un ritual. La sonrisa fácil, las conversaciones banales, el ojear varias veces las hojas en blanco del cuaderno, el manipular el móvil sin objetivo alguno, tapar y destapar el boli compulsivamente, etc.

Al tercer día (según las escrituras, claro está), mientras estabamos inmersos en la amplia gama de colores y su pronunciación en lengua francesa, ocurrióseme quién sabe qué comentario apropiado para compartir en ese mismo momento con mi compañero de pupitre. Mi amplitud vocal fue inadecuada, según la maestra, decidiendo ésta... ¡llamarme la atención! ¡llamarme la atención! Fue como un viaje en el tiempo a la niñez. No es que haya sido yo un alumno desobediente y ruidoso en mi periplo escolar, pero lo último que me esperaba en ese momento era recibir un toque de atención y silencio.

El pequeño acontecimiento descrito me resultó tremendamente divertido (con permiso de la maestra) y, tremendamente, revelador. Y, justo en ese momento, ¡lo vi tan claro! Comprendí que mi decisión de estudiar tal o cual idioma, fue la acertada. Y comprendí la verdadera razón de por qué estaba en esa clase. Divertirme, nada más. Aprender y entretenerme. Al carajo si alguna vez el francés me servirá para algo. Al carajo si el estudiar inglés habría sido más útil o beneficioso. No todo en esta vida tiene que tener un objetivo prefijado definido, ¿no?

Si alguna vez me vuelven a preguntar: ¿y por qué francés y no inglés? ya se que responderé. No hay más razón que ésta: "Simplemente, tenía curiosidad"