viernes, 11 de agosto de 2017

Libros para escritores

Tres libros de gente que es escritora sobre sus sensaciones y rutinas a la hora de escribir. Sólo para frikis.

   

jueves, 10 de agosto de 2017

Trilogía de Grecia


Y como siempre contigo... ¡magia! Y el mejor regalo de cumpleaños posible se convirtió en horas de lectura y días de viaje.

Y redescubrí una historia de lo más interesante: la historia de la Grecia clásica, con su mitología, el olivo de Atenea contra las fuentes de Poseidón, sus guerras, su democracia, su ostracismo, Pericles, la akrópolis, el santuario de Delfos, la batalla de Maratón, con Temistocles a la carrera, los trescientos espartanos y Fidipides, el traidor, los trirremes en Salamina, la esclavitud, la liga naval, la colina del Pnyx.

Y tuve que continuar con la historia en este libro que relata el día a día en Atenas y Esparta durante las guerras del Peloponeso, con los dominios naval y terrestre repartidos, la doble muralla al Pireo, la peste, Sócrates, el teatro, en Esparta, el monte por donde arrojaban a los no-aptos, las olimpiadas, el oráculo, Sócrates, los sofistas, la caída de Atenas y la clemencia de Esparta.

Y no pude parar. La situación de tensa paz después de la guerra civil griega. El ascenso de Filipo, el Bruto, padre de Alexandro Magno, su eduación a manos de Aristóteles, el asesinato del rey, la unificación griega, la destrucción de Tebas, el salto a Asia, las estrategias de batalla, la ingeniería mecánica, Egipto, la derrota de Darío el persa, Babilonia, el desierto, India, las conquistas inclusivas, el hijo de un dios, Bucéfalo y Peritas, su muerte y el legado dividido.

Esta trilogía sobre la historía de Grecia en su época clásica, habla de política, sociedad, guerra, cultura, filosofía, amor,... ¡imperdible!

lunes, 7 de agosto de 2017

Prohibido jugar a la pelota

En la plaza mayor de mi ciudad hay un cartel grande con letras negras sobre fondo blanco. "Prohibido jugar a la pelota". La plaza es grande como medio campo de fútbol. Una esplanada con el suelo enlosado y diáfana. No hay bancos donde se puedan sentar las personas mayores, a descansar o a esperar la hora de comer,  no hay mobiliario urbano, ni árboles, ni costosas esculturas de dudoso valor estético, ni ventanas de cristal. Por lo que no hay riesgo de lesionar una cadera a nadie con un balonazo, dañar la copa de un árbol o romper en pedazos algún cristal.

Quizá quien escribió el cartel se quedó corto. Debería haber puesto más indicaciones y normas. A saber, prohibido vestir con ropa de colores. Prohibido dar abrazos. Prohibido escuchar música, aunque se usen auriculares. Prohibido reír a carcajadas. Y ya puestos, debería indicar más reglas aún. Prohibido escribir poesía. Prohibido el sonido del piano. Prohibido hacer amigos. Prohibido comer helados de chocolate. Porque todas estas prohibiciones a mí me suenan igual de feas. Solo un corazón sombrío y desdichado pudo imaginar un cartel donde prohibir a los niños jugar a la pelota. Podría entender, por cuestiones de salud, la prohibición de comer helados de chocolate, para diabéticos que no toleran el exceso de azúcar. El resto de carteles solo los puedo entender para personas que no toleran el exceso de felicidad.

Imagino una generación de niños tristes y desmotivados por no poder jugar a la pelota en la plaza de su ciudad o de su barrio. Niños criados entre prohibiciones como esta, evidentes y otras, no tanto. Por lo que sería conveniente realizar una campaña de concienciación. Según la RAE lo contrario de "prohibido" es "permitido". Pero se me hace insuficiente, tiene un alcance muy corto. Solemos equivocar el concepto de "lo contrario", con el de "ausencia de". Permitir significa ausencia de prohibir. Yo más bien usaría "obligatorio". ¡Eso sí que es lo contrario! Llenaría las plazas y las calles de carteles así. Obligatorio saludar a los desconocidos con quien te cruces por la calle. Obligatorio cantar en la ducha. Obligatorio respirar profundo. Obligatorio bailar, aunque se carezca de ritmo. Obligatorio sonreír a los tenderos en el mercado. Obligatorio jugar hasta que el sudor te cubra los ojos. Obligatorio saltar sobre los charcos. Obligatorio tirarse bolas de nieve y usar los trineos. Obligatorio ver cómo se pone el sol al atardecer. Obligatorio subirse a los árboles, con cuidado. Obligatorio silbar melodías. Obligatorio leer libros de aventuras. Obligatorio enamorarse. Obligatorio retirar el cartel de prohibido jugar a la pelota.

viernes, 4 de agosto de 2017

Apocalipsis

Al principio, la gente seguía con sus vidas, como si nada pasase. Luego dejó de acudir a sus puestos de trabajo. Solo unos pocos individuos llegaban a su oficina, en su coche particular, a la hora de siempre. "Porque se acabe el mundo en treinta días no voy a dejar de hacer mi vida como hasta ahora", decían. Su vida, como hasta ahora. Encendían el ordenador y aporreaban el teclado. Quién sabe qué. Llegaban a casa, ponían la tele, veían varias reposiciones de programas y cenaban comida recalentada a la hora habitual. Ya en la cama, refunfuñaban sobre el ruido de la calle. Porque había mucho ruido en la calle.

Ruido de la gente que había decidido pasar los últimos días del universo, rodeados de sus vecinos, charlando y compartiendo vino. Niños que no paraban de jugar a la pelota o al escondite y gritar, de noche y de día. Personas que había desempolvado sus viejos instrumentos, guardados en el fondo de un armario, y los tocaba en mitad de la calle, para deleite de los amigos. Casas con las puertas abiertas, siempre dispuestas a recibir visitas inesperadas y huéspedes necesitados de sábanas limpias. Vecinos que se gritaban desde sus balcones, en pantalones de deporte y camisetas holgadas.

El gobierno (algún funcionario que mantenían aún cierto sentido cívico) decretó el fin de las clases en los colegios y la suspensión de las obligaciones laborales. También había alertado de la posible falta de suministro de los considerados, hasta entonces, servicios básicos mínimos. Como la electricidad, la gasolina, medicamentos, agua y alimentos. Alertaba de la ausencia de policía, ambulancias, bomberos y transporte público.

Pero la unión entre los vecinos había solventado cada una de esas carencias. Las familias y los amigos se habían reunido, hermanos que hacía tiempo estaban distanciados, se volvieron a hablar, preparaban la cena juntos, con patatas y huevos, recordaban anécdotas pasadas, secaban la ropa al sol y jugaban a viejos juegos de mesa, como las cartas o el monopoly. Todos compartían el mismo destino y eso los había liberado, hablaban con comodidad, desinhibidos, de temas profundos, filosofía, ciencia, arte, de miedos internos y, resignados, de sueños que ya no iban a cumplir. Se produjeron declaraciones de amor aquí y allá entre amigos, o entre simples desconocidos, se perdonaron y resolvieron pequeñas diferencias entre antiguas amistades. La gente había asumido el trágico destino con naturalidad, a falta de remedio, y había decidido pasar los últimos días de su existencia rodeado del amor y la compañía de sus seres queridos, sin importar más.

La complicidad y la necesidad social habían desarrollado nuevas normas y formas de hacer las cosas, de manera diferente a lo acostumbrado en la ya antigua sociedad. Se hizo innecesario recargar la batería de los teléfonos móviles, las teles estaban apagadas y apenas se hacía uso de los electrodomésticos, por lo que las reservas de electricidad de la ciudad se mantenían estables. Los supermercados se dejaron abiertos y la gente acudía y tomaba solo lo necesario. No tenía sentido acumular comida si en treinta días se iba a acabar el mundo. De este modo las despensas de los supermercados se vaciaban muy lentamente. La gente había tomado costumbre de bajar con botellas de cristal al río y recoger agua fresca del manantial. Disfrutaban esperando su turno, haciendo cola, charlando con otros conocidos y jugando a mojarse. Habían sustituido los coches por las bicis para desplazamientos menores, ya fuese por necesidad o por ocio. Ya no eran necesarios grandes desplazamientos por lo que los coches estaban siempre parados. Y en los casos en los que no había opción, los vecinos hablaban entre sí y se aprovechaba para realizar varios recados en el mismo viaje. Por lo que los surtidores de las gasolineras aún conservaban fuel suficiente.

Se producían poco accidentes domésticos y de escasa gravedad. Siempre alguien conocía a un médico dispuesto a ayudar que acudía raudo ya fuese una quemadura, un corte o alguien que se había caído de una escalera. Así como sucedía con las gasolineras y los supermercados, las farmacias y los hospitales eran accesibles durante todo el tiempo, y como nadie cogía lo que no necesitaba, era fácil encontrar un antibiótico, una venda o unas muletas. De igual modo, entre todos los vecinos y familiares eran capaces de sofocar los pequeños incendios caseros que se producían y ya ningún malhechor se decidía a actuar ni increpar a un individuo por miedo a ser reprendido por todo un barrio de gente saliendo en su defensa.

Algunos no habían soportado la presión, ni asumido el temible desenlace. Se habían suicidado en silencio en sus camas, en soledad. Quizá el fin del mundo trastocaba sus planes cotidianos hasta un punto insoportable. Quizá ya no tenían fuerzas ni ganas antes y el Apocalipsis solo fue una excusa. Otros habían decidido salir de viaje en sus coches o en sus motos para conocer el máximo número de sitios posibles o simplemente visitar algún destino soñado. Habían organizado una fiesta multitudinaria la noche anterior de la partida para despedirse. Otros tantos habían decidido acampar en lo alto de alguna montaña, o en alguna playa a la orilla del mar, para poder observar, desde la primera fila, los pocos atardeceres y amaneceres restantes.

Y así cada uno encontró en qué ocuparse los días antes del apocalipsis. Y vio claro a qué pasiones y a qué gente quería dedicar su tiempo, cuando el tiempo era un bien preciado, finito y escaso. Tan finito y escaso como sucede en nuestros días.

jueves, 3 de agosto de 2017

El mejor verano de mi vida

El mejor verano de mi vida sucede en un pueblo pequeño de pescadores, a las orillas de un mar. Un pueblo con lavandería, puestos callejeros de tacos y consulta médica solo un día por semana. Un pueblo con una playa repleta de tortugas marinas, palmeras inclinadas y chalecos salvavidas descoloridos por el sol. Un pueblo situado en mitad de una frondosa jungla, cerca de cenotes de agua dulce y ruinas arqueológicas antiguas. Un pueblo rodeado de carteles de propiedad privada, una sola autopista y hoteles de lujo. Un pueblo donde puedes pagar en pesos, dólares o euros. Un pueblo lleno de huéspedes, con dos piscinas pequeñas y diez apartamentos en renta. Un pueblo con mosquitos, tarántulas e iguanas. Un pueblo con garrafas de agua de veinte litros, sartenes de hierro y duchas sin presión. Un pueblo de mangos, piñas y aguacates. Un pueblo con música en directo todos los días, alquiler de bicis sin freno y un oxxo en cada esquina. Un pueblo con una laguna donde viven delfines, mantarrayas y peces voladores. Un pueblo con ventilador en el techo, ventanas sin persiana y camas de dos metros de ancho. Un pueblo con esterillas moradas, cintas en las puertas y toallas blanquirrosas. Un pueblo con un solo ordenador para dos, internet lento y mapsme en el teléfono móvil. Un pueblo de repelente de mosquitos, aftersun y cicatricure. Un pueblo lleno de arena pegajosa, cuerdas para tender y destender y hamacas rotas. Un pueblo de caminos de tierra con baches, colectivos con paradas continuas y emisoras de radio con final feliz. Un pueblo con jarras de limonada fría, cafés poco cargados y helados caseros que se congelan. Un pueblo visto a través de máscaras de snorkel, gafas de sol y cámara de fotos sumergible. Un pueblo recorrido en chanclas, riñonera y bañador. El mejor verano de mi vida sucede en un pequeño pueblo así descrito, ya sea con treinta y cinco años o a la edad de diez.