martes, 30 de noviembre de 2021


«¿Qué me han hecho en la mirada?»

«¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser, si el pretérito ya no es y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si, pues, el presente, para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo deciros que existe éste, cuya causa o razón de ser está en dejar de ser, de tal modo que no podemos decir con verdad que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser?».

San Agustín de Hipona (Confesiones, XI, XIV, 17).

sábado, 20 de noviembre de 2021

El universo ampliado o la literatura

¿Existen los personajes literarios antes de ser escritos? O acaso nacen con el roce de la pluma creativa del escritor sobre el papel blanco y virgen. El viaje de un personaje empieza con una idea, un chispazo que surge en la mente del autor. Si la chispa no se apaga y el escritor es constante, prenderá un fuego de líneas, párrafos y capítulos. Y, si dios quiere, ese fuego arderá en los ojos del lector, uno o cientos. 

¿Qué ocurre si la chispa no prende? Difícil cuestión. Podemos pensar que el personaje, aún vago y difuso, sin forma ni fondo, vagará errante en un limbo literario por toda la eternidad; inconsciente, quizá, a la espera de que el hálito de otro autor u otra época, le insufle la vida denegada. No es objeto de este ensayo preocuparse de estas almas literarias, huérfanas y desamparadas. Y sí, divagar sobre aquellos personajes a los que el artesano barniza o esculpe en sus cuadernos.

¿Es el personaje consciente de su creación?
¿Es el personaje consciente de su creación? No hay razón ni experiencia que sustente tal teoría. Su consciencia flota inerme en una nebulosa estática a la espera de una nueva atención por parte de su creador. A través de descripciones y hechos, prosopografías y etopeyas, el autor perfila la figura del personaje, las cualidades y su personalidad. El prototipo de un David escondido bajo el mármol. Unas cuantas notas sobre el pentagrama a las que se van añadiendo armonía y ritmo hasta componer una sinfonía completa.
 
¿Será capaz el protagonista de escuchar su propia sinfonía? Es tentador pensar que sí, que el personaje adquiere vida propia una vez se separa de la punta de la pluma que lo escribe y lo dirige. Es, en ese entonces, liberado de la atención y el mandato del creador, cuando el personaje juega con su personalidad y se estudia a sí mismo, en un proceso de auto-experimentación. Crece y evoluciona bajo designios artísticos inexplicables. Cuando el autor regresa, se encuentra a un personaje distinto, más completo y autónomo. Lo sigue viendo con ojos paternalistas, pero acata la ineludible sentencia de la emancipación filial. Una emancipación del personaje que nunca será completa pues está ligada al papel inseparable que le cobija y lo circunscribe. El personaje no podrá atravesar el muro de la portada, ni escaparse por la contraportada. Una jaula de papel que encierra un espacio infinito.
 
¿Qué ocurre cuando cerramos el libro? He aquí el gran misterio literario y sus dos extremos. Por un lado, la sensación nihilista de que los personajes entran en un estado narcótico perpetuo, suspendidos en el tiempo y en el espacio, a la espera de un nuevo lector o bien, de uno antiguo y nostálgico. Seres inanimados sin desarrollo ni vidas propias. Una historia vivida en bucle que, en la última página, inyecta algún tipo de amnesia retrógrada y hace que la historia vuelva a empezar y los personajes regresen al sitio de siempre, de nuevo, por primera vez. Como una manta tejida y destejida eternamente por las agujas de los lectores. ¡Qué desolador! Por otro lado, la osada y gozosa posibilidad de una espera entre bambalinas, personajes que juegan al escondite. Cuando el lector mira, se muestran, resucitan, si es necesario, y actúan según el papel que les ha tocado interpretar. Pero mientras aquel no mira, su universo se expande y viven, se relacionan, se enamoran, se equivocan, buscan la felicidad y recorren su propio camino. 
 
Es así como imaginamos a Sancho, melancólico, echando en falta a su señor y cepillando a Rocinante; imaginamos también a Ulises charlando animosamente con Phileas mientras planifican, juntos, nuevos viajes; vemos a Gregorio Samsa, armándose el disfraz de insecto cada vez que es llamado a escena, y a Sinhué, que le recuerda el carácter sagrado de los escarabajos en su antiguo Egipto; «¡No es un escarabajo!»; corrige a gritos un irritado Samsa; podemos ver también a Romeo y a Julieta enfrascados en su enésima disputa de pareja; a Akaki Akákievich paseando y presumiendo, una y otra vez, su flamante capa; a Poirot dudando frente al espejo, por un instante, si dejarse barba; a Hawkins actualizando sus antiguos mapas en papel con datos sacados de internet, en busca de nuevos tesoros; a Úrsula y sus extrañas apariciones, casi incorpóreas, que asustan y desasosiegan a todos; a Alicia, sin poder moverse, con la barriga hinchada de pastelillos; a Midori y su infatigable entusiasmo hablando con Hari Seldon sobre el futuro de la humanidad; a Montag, almacenando y organizando, cual bibliotecario, todos los libros que caen en sus manos; a Eliza y su infinita capacidad de esparcir un amor limpio a su alrededor. Los sábados, al atardecer, se juntan el universo literario con el cinematográfico y ven películas, charlan sobre libros y bailan, con el móvil de guardia en el bolsillo, no sea que algún lector hambriento y anheloso requiera, de inmediato, su presencia urgente.

La primera vez


La primera vez que nos conocimos apenas me fijaré en ella. Y sí, la primera vez, porque nos conocemos muchas más veces. La mayoría de las veces seremos humanos. Pero también fuimos astros, ella, planeta y yo, satélite. Estuve orbitando a su alrededor durante más de doscientos mil años, hasta que un cometa nos distanció. También seremos bosques, ella, un robledal hermoso, yo, jungla salvaje. Un océano nos separa, por lo que tuvimos que ser pacientes y esperar. Quizá sea cierto que todos los árboles se comunican entre ellos, pero yo no recibiré ningún mensaje suyo. Solo en una ocasión fuimos vientos. Viajamos juntos de norte a sur, recorrimos mesetas y escalamos cumbres. Pero donde más disfrutaremos será surcando mareas y sujetando el vuelo de bandadas de las aves que emigraron. Al llegar a la costa nos separaremos y no volvimos a coincidir hasta pasadas decenas de estaciones, en una cosecha de maíz. Casi al principio, los dos fuimos átomos. Quise acercarme y hablar con ella, pero había tal enredo cósmico que, en un descuido, choqué con otro átomo y me convertí en luz. Nunca volveré a viajar tan rápido. Aún siento como el aire infla mis mejillas. Aquella otra vez seré minuto y ella, segundo. No nos entenderemos, me hablará a un ritmo tan pausado que tendré que contar hasta sesenta antes de poder responderle. 

La primera vez que nos conocimos ella era pensamiento y yo voluntad. Viajaba rodeado de otras voluntades, buscábamos ejercicios y labores. No tendré tiempo de fijarme en ella. Quizá me distraiga. También fuimos sabores, ella agridulce, como una salsa de miel y almendras, yo, ácido, como un limón joven. Nos juntaremos en muchas bocas y, algunas veces, me sabrá a canela. Somos letras y saltamos de una línea a otra en novelas, panfletos y diarios de viaje. Jugaremos al escondite y al pilla-pilla. Como ambos fuimos consonantes, tendremos que emigrar al norte para encontrarnos. Crecimos y ella se transformó en prosa y yo, en el verso suelto de un poema olvidado en un cajón. Nunca fuimos todavía ni dinosaurios, ni rocas, ni fuerzas. Siempre somos, sin embargo. Una vez seré ruido y ella, silencio. Recorreré incansable el universo tras ella. En un yermo gesto, intentaré coger su mano. Al instante, huirá. Como huye la realidad cuando cierras los ojos. Más adelante, seré amanecer y ella, estrella. Nos reunimos al alba, a escondidas. Nadie puede saberlo. Será un lunar que se dibuja en mi rostro. Tintinea y se desvanece. Esperaré una mañana más. Por fin soy agua, un vapor, una gota condensada que viaja en la barriga de una nube. Ella, tierra. Me precipito y caigo sobre ella. Golpeo la superficie y la remuevo. Me adentro en ella. Nutro plantas, me evaporo y volveré a ser algodón, en ciclos interminables. Una vez seré una recta dibujada por el trazo fino de una pluma y ella, un plano ilimitado en las dos dimensiones. Solo pudimos cruzarnos en un punto fijo. Doblegado, uno tras otro, me fundiré con ella como el acero en la forja. Fui destino y ella, camino. A pesar de que yo avanzaré lento, como tortuga y ella veloz, como liebre, nunca pudo alcanzarme. 

También fuimos prisma y rayo disperso, pirámide y templo, hogar y lugar recóndito. Aún nos quedará ser montaña y cueva, axioma y evangelio, sombra y reflejo. Pero la primera vez que nos conocimos, como ya he dicho, ella es pensamiento y yo, voluntad. Y apenas me fijo en ella. Solo cruzamos la mirada durante un breve instante que durará millones de años, juntos, pensamiento y voluntad, nos convertimos en acto. Desde aquel entonces, ya siempre nos volveremos a juntar, ya nunca nos volvimos a separar.