jueves, 17 de mayo de 2018

Brújulas y relojes

Hurgar en los cajones de mi habitación de infancia es como un viaje al pasado, una explosión de recuerdos. Casio F-91W, mi primer reloj. Y quién lo iba a decir, casi el último. Recuerdo la tienda donde lo compré y hasta creo recordar el precio de mil seiscientas pesetas. Resistente al agua, por si me quería duchar con él y con unos botones duros como un demonio que manejaban el cronómetro, la alarma y la luz; por si me despertaba en plena madrugada empapado en sudor y me fuese la vida en saber la hora exacta de mi desasosiego. Y todo eso, para no dar la luz del techo y despertar a mi hermano, a pesar de que mi padre nos había puesto interruptores al lado del cabecero de la cama. Porque yo he compartido habitación con mi hermano toda la vida; pero eso es otra historia que ya contaré.

La hora es un invento moderno. Para organizarnos mejor y de manera más eficiente. Antes no era necesario. Un carpintero del SXV se despertaba cuando la luz del sol entraba por su ventana, comenzaba a trabajar y elegía sus descansos. Nadie más que él mismo y la despensa de su hogar dependían de su trabajo. Pero llegó Taylor con su organización del trabajo y su idea de productividad a través de la especialización. En una cadena de montaje, el trabajo de un carpintero dependía del serrador; y el trabajo del lijador dependía del carpintero. Era imprescindible organizarse en torno a un tiempo artificial; un tiempo que ya habían empezado a usar los ingleses, con sus trenes de vapor y su necesidad de sincronizar las llegadas y las salidas de las distintas estaciones. Y así es como las horas y los minutos entraron en nuestras vidas y dejamos de ser dueños de nuestro tiempo.

A día de hoy es imposible no saber la hora que es a cada instante. En el móvil, en la pantalla del ordenador, en el microondas, en el cuentakilómetros,... mires donde mires hay un reloj, siempre dispuesto a recordarte que estás llegando tarde a todos los sitios. Andamos como el conejo blanco en nuestro propio país de maravillas, «¡Ay Dios! ¡Ay Dios! ¡Voy a llegar tarde!». En la mayoría de las veces, llegamos tarde. Y, lo que es peor, al lugar equivocado.

Porque nadie te enseña que es más importante el dónde que el cuándo; que lo relevante es llegar al lugar adecuado, sin importar el momento. Porque ya nos enseñaron Einstein y la experiencia que el tiempo es relativo. Porque no importa la hora de llegada, sino el camino recorrido. Porque la vida va de lugares, etapas y destinos; y no va de tiempo, ni de prisas, ni deadlines. Porque en la vida va de mirar por la ventana del tren y no por la pantalla del móvil. La vida va de disfrutar el camino, con sus alegrías y sus decepciones. Y sí, la vida también va de llegar, alcanzar y lograr, pero sin olvidar que el destino no es sino una parte más del trayecto. Porque los viajes del corazón no saben de horarios, suelen ser impuntuales y no informan de hora estimada de llegada. Como aquel pastor que viajó a Egipto buscando un tesoro, para descubrir que el tesoro había estado siempre enterrado bajo un árbol de su jardín. Porque nunca una hora transcurre igual que otra, ni un mismo lugar al que se regresa se ve con los mismos ojos. Porque hay segundos que son primeros. Puedes quedarte en la estación, leyendo o escuchando música, porque siempre pasa otro tren por el andén, sale otro avión del hangar y zarpa un nuevo barco. Porque si buscas y hurgas lo suficiente, es probable que encuentres; quizá no lo que ansías, pero sí encontrarás seguro lo que necesitas. Porque el pasado y el futuro son solo una forma de presente. Porque si uno sabe a dónde se dirige no hay muros, acantilados , ni obstáculos insalvables; y sí, puentes, cuerdas, y oportunidades para crecer y ser la mejor versión de uno mismo.

El minutero de los relojes debería marcar el norte; así cada persona sabría siempre cuál es su rumbo, dónde dirigirse y ya no nos perderíamos nunca por el camino. Los relojes deberían ser brújulas. Y de repente, todos nos encontraríamos, y perderíamos el miedo de perdernos. Porque solo pierde algo el que deja de buscarlo. Porque solamente no llega a su destino, el que deja de caminar. Así que en mi próxima vida, en vez de un casio, guardaré en el cajón una brújula.