lunes, 30 de agosto de 2010

Es mejor

Es mejor, si lo que me pasa, me pasa contigo.
Es mejor, mucho más, mucho mejor, más divertido.

domingo, 22 de agosto de 2010

miércoles, 4 de agosto de 2010

... y cabinas telefónicas azules

Cartas y llamadas.
Todas las semanas, además de las cartas, me escapaba una o dos veces por semana para realizar una llamada interurbana. Decir llamada interurbana en aquella época era como nombrar al diablo. No recuerdo en absoluto cuál era la tarifa de ese tipo de llamadas y, aunque estoy seguro de que hoy en día esa tarifa sonaría a risa, en aquella época no había otro tipo de llamadas más caras que las interurbanas. Obviamente, no existía nada que se pareciese lo más mínimo a las actuales tarifas planas. Es por eso que me escapaba a una cabina telefónica, cerca de mi casa, deseando que no estuviese ocupada (lo cual era un auténtico fastidio), para poder tener controlado mi presupuesto semanal destinado a llamadas telefónicas. También me ayudaba tener este control el uso de unas tarjetas telefónicas, a modo de prepago con valor de cien o doscientas pesetas. En las tarjetas venía motivos cinematográficos, publicitarios, ilustrativos, etc. Llegué a tener cientos de tarjetas guardadas, ya inservibles económicamente, pero con un alto valor sentimental. Me preguntó dónde estarán ahora esas tarjetas, no recuerdo haberlas tirado.

(Me despierta curiosidad saber cuál sería la tarifa "prohibitiva" de esas llamadas interurbanas, preguntaré luego a google, a ver si se acuerda. Me llama la atención saber que, hoy en día, llamar al otro lado del mundo no cuesta más de un céntimo por minuto. Fortunately.)

En esas llamadas desde la cabina había que pasar un examen inicial durísimo. Nunca sabías quién descolgaría el teléfono y siempre existía la posibilidad de que fuera la voz grave, seria y aterradora de su padre. Hoy en día, con los teléfonos móviles ya no es necesario comenzar las llamadas con ¿está fulanito? En aquella época me generaba una auténtica tensión la espera de ver quién respondería. Cuando era ella quien me llamaba mi, "Edu, es para ti", corría todo cuanto podía hasta la última habitación de la casa donde mi padre había instalado teléfono y gritaba "cuelga". No había nada más importante en ese momento en el mundo que colgase mi madre, o quién hubiese cogido el teléfono. La conversación no podía comenzar hasta no estar completamente seguro de que el único teléfono descolgado de la casa fuera el mío. Llegué a depurar muchísimo la capacidad de escuchar ese "ruidito", casi imperceptible, que hace un teléfono al descolgarse cuando la conversación ya está iniciada. A veces podía sentir que la misma CIA me espiaba. ¡Qué cosas!

Y así pasaron las semanas. Más adelante sustituiríamos las llamadas telefónicas desde la cabina por los teléfonos móviles, la posibilidad de llamar en cualquier momento y a la persona directamente, sin exámenes iniciales; también cambiaríamos las cartas en papel por los mensajes de texto, que no son más que minicartas personalizadas, digitalizadas e instantáneas; y haríamos del email la forma más rápida, económica y sencilla de comunicarnos, no matter where, no matter when.

Me pregunto qué diferencia hay entre una llamada de aquella época, interurbana, desde un teléfono fijo, escondido en alguna esquina de la casa de mis padres y una llamada hoy en día, internacional, desde un teléfono inalámbrico tirado en el sofá de mi casa.

En cualquier caso, espero y confío que la carta que eché esta mañana llegue a su destino. Y ahora, con permiso, tengo que hacer una llamada.
¡Cuelga!

Buzones amarillos...

No he tardado mucho en encontrar uno.
Llevo un par de días con el pendiente de enviar una carta por correo postal, también llamado correo ordinario, creo. Aunque de ordinario, en su acepción de suceso habitual, tiene ya poco. No me viene muy lejos la oficina de correos, pero no quería demorar más el envío, así pues, he buscado un buzón, circular, amarillo, con sombrero, de los de toda la vida. He levantado la visera que trae la ranura por donde se echan las cartas y he dejado caer la mía. No puedo creer la inseguridad y desconfianza que me ha invadido, he sentido mil dudas acerca de la fiabilidad del sistema. ¿Llegará la carta? Supongo que hacía años que no echaba una carta al buzón, y la falta de costumbre (de hecho no sabía ni en qué lado había que poner el sello) es la que me ha generado tanta incertidumbre.

Me ha venido a la cabeza, de repente, como el chispazo de un fogón o el rayo de una tormenta, todas las veces que eché cartas a un buzón en el pasado.

Hubo un tiempo en el que no existía el correo electrónico. Increíble. Y un tiempo nada lejano, por raro que parezca. La única manera de mantener el contacto con amigos de otras ciudades, hechos en campamentos de verano, generalmente, era el intercambio de cartas. Cartas escritas en papel, a boli, dobladas, guardadas en un sobre de cuarto de folio, señalizadas con sellos de veintipocas pesetas. Hubo un tiempo en el que alrededor del envío de una de estas cartas giraban todos mis días de la semana, una semana tras otra.

Al parecer, siempre he tenido tendencia por las relaciones de larga distancia. Inexplicablemente. A los dieciséis años salía con una chica que vivía en una ciudad a cien kilómetros de la mía. Nos veíamos todos los fines de semana (lo que daría hoy), pero entre semana estábamos separados. Hablar hoy en día de cien kilómetros parece irrisorio, pero en una época en la que no existía el coche (para mí), ni los teléfonos móviles, ni el correo electrónico (para el mundo entero), se me hacía una distancia tan grande como pueden ser hoy en día casi diez mil kilómetros.

Toda mi semana, como ya he dicho, giraba en torno al envío de una carta a mi chica y, sobre todo, a la recepción de la correspondiente respuesta. Eran cartas de varios folios donde, supongo, nos contaríamos mil y una ideas y sueños que nos pasasen por la cabeza. Las cartas tardaban uno o dos días en llegar, así que el lunes, o martes a más tardar, la carta ya debía estar escrita. A veces los miércoles, con sorpresa, a veces los jueves, con ansia, a veces los viernes, con desesperación, al llegar a casa del instituto, ahí estaba, encima de mi escritorio, su carta, la razón de mi semana.

Hoy en día, no me genera ningún tipo de emoción abrir mi buzón. Sólo recibe cartas mecanizadas y alargadas, del banco y del mercadona, principalmente. Ya he olvidado la sensación y la emoción que producía recibir una carta con mi nombre escrito a mano y recogerla como si tuvieses un auténtico tesoro en la mano. La última vez que eso ocurrió fue hace dos años, me escribió Andy Warhol, desde Barcelona.