martes, 24 de marzo de 2020

Labyrinth

«If she'd a kept on goin down that way, 
she'd a went straight to the castle»

Es indiferente apostar por cualquiera de los lados de un clásico dado lanzado al aire. Del uno al seis, todos tienen la misma probabilidad. Pero si alguien tirase dos dados a la vez y tuvieras que apostar por la suma de ambos, ¿qué número elegirías?

En la vida, a veces, resulta difícil tomar decisiones. Sea por exceso de información o defecto; sea por miedo a —volver a— equivocarnos o incluso, en algunas ocasiones, por temor al propio acierto; sea por la ansiosa sensación de perdernos un camino mejor, de no haber escogido de entre todas, la mejor decisión posible; sea por la inseguridad de nuestra débil voluntad; sea por la energía menguante de nuestra rutina cotidiana. Decidir es empresa compleja, no cabe duda.

Tal vez sería más sencillo si consiguiésemos trasladar nuestra toma de decisiones a un modelo estadístico bien calibrado. Una ecuación mágica, extraída del resultado de experiencias anteriores, que nos recetase la medicina correcta en cada situación. Pero no es matemática fácil. Estaríamos hablando de unos números grandes, gigantescos, de medida impracticable. Números inverosímiles que escapan a nuestro entendimiento.

Veamos un ejemplo. Juguemos. Doblemos por la mitad una hoja de papel y doblémosla, de nuevo. Dos veces van. Doblemos otra vez y volvamos a doblar. Cuatro, ahora. Parece juego menor, infantil, pero no conseguiremos doblar la hoja más allá de siete u ocho veces. Aplicando razonamiento geométrico, podremos calcular fácilmente el grosor de nuestro ensayo. Dos, por mitad, elevado a ocho, por doblez, dan un total de doscientas cincuenta y seis veces el grosor original. Sigamos jugando. En el utópico caso de disponer de una hoja kilométrica y fuerza titánica, seguiríamos plegando. ¿Cuántas veces? Llegado el cuadragésimo doblez, nuestro dúctil papel cubriría la distancia que separa la Tierra de la Luna. Un aumento extraordinario y antiintuitivo. Doblándolo unas pocas veces más, alcanzaríamos el Sol. Si consiguiésemos doblar más incluso este monstruoso amasijo de celulosa reciclada, unas sesenta veces, cubriríamos la distancia de un año-luz. Y en el doblez centésimo primero, habríamos cubierto la extensa superficie del universo por completo. La expresión «Dame una hoja de papel y te llevaré a la luna» se colma aquí de romanticismo.

Sigamos con otro ejemplo. «Un uno seguido de ceros hasta que te canses de escribir». Un gúgol es el número creado por la "imaginación" estética de un niño de nueve años. Un uno seguido de cien ceros. Un número bonito, pero inconcebible al intelecto ni la razón. No presenta particular importancia en la ciencia ni en las matemáticas y apenas tiene usos prácticos, más allá de dar nombre al principal buscador de internet, en exagerada referencia al número de resultados que despliega su motor en cada búsqueda. Ni siquiera hay tantos átomos de hidrógeno en el universo conocido.

Si se me permite, transformaré el silencio en consentimiento y añadiré un tercer ejemplo. Fantaseemos —ya lo hizo Borges—, con una biblioteca que almacene todos los libros posibles e imaginables. Un único ejemplar por cada libro. Libros escritos por mano divina, guiada por el azar, usando los caracteres del alfabeto latino, pongamos en este ejemplo. Caracteres ordenados sin sentido literario ni concierto lingüístico, sin ley gramatical ni medida artística. Como fichas de dominó volcadas sobre la mesa dispuestas por la providencia de la gravedad. ¿De cuántos ejemplares estaríamos hablando? Simplifiquemos en pos de la cordura y en lugar de libros, tomemos relatos con una extensión no mayor de mil caracteres. Acudimos a la fórmula matemática de las variaciones de elementos tomados numeradas veces con repetición. Veinticinco ingredientes disponibles, como son los caracteres latinos, tomados en montones de mil, con posibilidad de repetición, para relatos de la extensión dada, nos dan un total de... ¿cómo? Un uno seguido de cerca de mil cuatrocientos ceros. Resultado absurdo. Un número al que no nos acercaríamos ni contando los pasos dados por una hormiga que cruzase el universo de un extremo a otro. Incluso si sumamos los pasos de las decenas de millones de ellas que conforman toda una colonia.

Dados los innumerables matices, recovecos y ángulos que presentan todas las situaciones que enfrentamos en nuestra vida cotidiana, ¿podríamos tomar decisiones ajustadas a fórmula en base a números de esta magnitud? No parece sensato ni viable. No al menos con nuestros cerebros ejerciendo el papel de calculadoras. Nos ocuparía varias generaciones tomar la decisión correcta, por mínima que fuese. Del todo impracticable. He aquí que surge la fe, o la esperanza, según gustos y conveniencia. Porque estos números, aunque vastísimos, no son infinitos. Incluso llegado el caso extremo, es ciencia conocida la existencia de grados en el infinito. A saber, hay infinitos más grandes que otros. Entra una brisa fresca por la ventana, volverá a amanecer. Tiremos los dados.

Si dios fue capaz de crear todas sus leyes físicas y las constantes cosmológicas que rigen nuestro universo en un suspiro de Plank, es decir, el pedazo de un segundo dividido en tantas porciones como un uno seguido de cuarenta y tres ceros, ¿no seremos nosotros, humildes humanos, capaces de elegir qué camino tomar cada día? A nuestro favor juegan una serie de factores camuflados que, tomados en valiosa consideración, harán de nuestra vida un trayecto más despejado y de nuestra cabeza, un lugar más liviano.

En primer lugar, aunque de apariencia fútil, incontestable, nadie ha sido capaz de doblar una hoja más de trece veces. Nos nos daría para llegar ni a la vuelta de la esquina. Una pragmática despedida del romanticismo. En segundo lugar, aunque google sea capaz de ofrecernos más coincidencias que estrellas hay en el universo, seamos realistas. ¿Quién ha mirado alguna vez la segunda página de resultados? Quizá sea uno de los lugares más adecuados para esconder secretos. En tercer lugar, aquella biblioteca sería un lugar mágico por sus ensoñaciones, llena de obras ininteligibles en su mayoría, sí. Pero repleta también de obras maestras de valor artístico incalculable. El azar sería capaz de escribir relatos sublimes, incunables literarios en más de sesenta lenguas, tantas como idiomas se basan en el alfabeto latino. La providencia habría escrito las aventuras de El Quijote, las novelas de Saramago, el universo de Asimov, los poemas de Machado, la traducción del Baghavad Gita, lo fantástico y sucedido en Macondo, las ideas panteístas de Spinoza, los hábitos productivos de Covey o los oscuros relatos de Poe.

Así sucede que, si dejásemos el barco de nuestras decisiones a merced de los vientos del azar, llegaríamos a puerto en ocasiones. Después de todo, nuestra capacidad de decidir y nuestra libertad de acción, están sustentadas sobre partículas subatómicas, invisibles, y su capacidad de girar a un lado u a otro de manera aleatoria. Un giro marcado por unas leyes naturales rigurosas e inamovibles, creadas en aquel suspiro del que hablamos. Si estas leyes marcan estos giros, y estos giros, a su vez, definen nuestras decisiones, ¿qué capacidad de resolver nos queda? Podríamos sentarnos tranquilos en una silla, aceptar el inexorable destino que se nos presenta y esperar a que el universo decida por nosotros. Tendríamos la misma posibilidad de acertar -o equivocarnos-, que si nos escudriñáramos la cabeza en disquisiciones profundas y minuciosas. O no, porque si aplicamos lupa, aumentamos la escala de visión y ampliamos los matices, vemos que el diablo siempre está en los detalles.

Si simplificamos, en ejercicio atómico, nuestra capacidad de decidir a un fortuito giro eventual ya definido, la probabilidad de acierto es la mitad. La misma que la de errar. Pero no avanzar, es peor que caerse y hay lugares donde es más fácil encontrar si se busca. Si prestamos atención consciente y nos andamos listos, podemos balancear la suerte de nuestro lado. Aplicar una especie de ecuación de Schrödinger a nuestras decisiones, que nos ilumine una zona donde el hado sea más propicio y tomar decisiones con una densidad de acierto mayor. Trucar los dados de la vida y si no sale nuestro número, ¿por qué conformarse? ¡Volver a lanzarlos!

Así pues, la próxima vez que tengas que apostar por la suma de dos dados lanzados al aire, aunque a priori parezcan igual de probables todos los resultados, hazme caso, elige el 7.

martes, 3 de marzo de 2020


—Señor —le dijo—, perdóneme si le pregunto...
—Te ordeno que me preguntes —se apresuró a decir el rey.
—Señor... ¿sobre qué ejerce su poder?
—Sobre todo —contestó el rey con gran ingenuidad.
—¿Sobre todo?
El rey, con un gesto sencillo, señaló su planeta, los otros planetas y las estrellas.
[...]
 —¿Y las estrellas le obedecen?
—¡Naturalmente! —le dijo el rey—. Y obedecen en seguida, pues yo no tolero la indisciplina.
[...]
—Me gustaría ver una puesta de sol... Déme ese gusto... Ordénele al sol que se ponga...
[...]
—Tendrás tu puesta de sol. La exigiré. Pero, según me dicta mi ciencia gobernante, esperaré que las condiciones sean favorables.
—¿Y cuándo será eso?
—¡Ejem, ejem! —le respondió el rey, consultando previamente un enorme calendario—, ¡ejem, ejem! será hacia... hacia... será hacia las siete cuarenta. Ya verás cómo se me obedece.

(Le petit prince)

lunes, 2 de marzo de 2020

Dioses

30 Yo y el Padre uno somos.
31 Entonces los judíos volvieron a tomar piedras para apedrearle.
32 Jesús les respondió: Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis?
33 Le respondieron los judíos, diciendo: Por buena obra no te apedreamos, sino por la blasfemia; porque tú, siendo hombre, te haces Dios.
34 Jesús les respondió: ¿No está escrito en vuestra ley: «Yo dije, dioses sois»?
(Juan, 10)