Cartas y llamadas.
Todas las semanas, además de las cartas, me escapaba una o dos veces por semana para realizar una llamada interurbana. Decir llamada interurbana en aquella época era como nombrar al diablo. No recuerdo en absoluto cuál era la tarifa de ese tipo de llamadas y, aunque estoy seguro de que hoy en día esa tarifa sonaría a risa, en aquella época no había otro tipo de llamadas más caras que las interurbanas. Obviamente, no existía nada que se pareciese lo más mínimo a las actuales tarifas planas. Es por eso que me escapaba a una cabina telefónica, cerca de mi casa, deseando que no estuviese ocupada (lo cual era un auténtico fastidio), para poder tener controlado mi presupuesto semanal destinado a llamadas telefónicas. También me ayudaba tener este control el uso de unas tarjetas telefónicas, a modo de prepago con valor de cien o doscientas pesetas. En las tarjetas venía motivos cinematográficos, publicitarios, ilustrativos, etc. Llegué a tener cientos de tarjetas guardadas, ya inservibles económicamente, pero con un alto valor sentimental. Me preguntó dónde estarán ahora esas tarjetas, no recuerdo haberlas tirado.
(Me despierta curiosidad saber cuál sería la tarifa "prohibitiva" de esas llamadas interurbanas, preguntaré luego a google, a ver si se acuerda. Me llama la atención saber que, hoy en día, llamar al otro lado del mundo no cuesta más de un céntimo por minuto. Fortunately.)
En esas llamadas desde la cabina había que pasar un examen inicial durísimo. Nunca sabías quién descolgaría el teléfono y siempre existía la posibilidad de que fuera la voz grave, seria y aterradora de su padre. Hoy en día, con los teléfonos móviles ya no es necesario comenzar las llamadas con ¿está fulanito? En aquella época me generaba una auténtica tensión la espera de ver quién respondería. Cuando era ella quien me llamaba mi, "Edu, es para ti", corría todo cuanto podía hasta la última habitación de la casa donde mi padre había instalado teléfono y gritaba "cuelga". No había nada más importante en ese momento en el mundo que colgase mi madre, o quién hubiese cogido el teléfono. La conversación no podía comenzar hasta no estar completamente seguro de que el único teléfono descolgado de la casa fuera el mío. Llegué a depurar muchísimo la capacidad de escuchar ese "ruidito", casi imperceptible, que hace un teléfono al descolgarse cuando la conversación ya está iniciada. A veces podía sentir que la misma CIA me espiaba. ¡Qué cosas!
Y así pasaron las semanas. Más adelante sustituiríamos las llamadas telefónicas desde la cabina por los teléfonos móviles, la posibilidad de llamar en cualquier momento y a la persona directamente, sin exámenes iniciales; también cambiaríamos las cartas en papel por los mensajes de texto, que no son más que minicartas personalizadas, digitalizadas e instantáneas; y haríamos del email la forma más rápida, económica y sencilla de comunicarnos, no matter where, no matter when.
Me pregunto qué diferencia hay entre una llamada de aquella época, interurbana, desde un teléfono fijo, escondido en alguna esquina de la casa de mis padres y una llamada hoy en día, internacional, desde un teléfono inalámbrico tirado en el sofá de mi casa.
En cualquier caso, espero y confío que la carta que eché esta mañana llegue a su destino. Y ahora, con permiso, tengo que hacer una llamada.
¡Cuelga!
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