
Al principio, la gente seguía con sus vidas, como si nada pasase. Luego dejó de acudir a sus puestos de trabajo. Solo unos pocos individuos llegaban a su oficina, en su coche particular, a la hora de siempre. "Porque se acabe el mundo en treinta días no voy a dejar de hacer mi vida como hasta ahora", decían. Su vida, como hasta ahora. Encendían el ordenador y aporreaban el teclado. Quién sabe qué. Llegaban a casa, ponían la tele, veían varias reposiciones de programas y cenaban comida recalentada a la hora habitual. Ya en la cama, refunfuñaban sobre el ruido de la calle. Porque había mucho ruido en la calle.
Ruido de la gente que había decidido pasar los últimos días del universo, rodeados de sus vecinos, charlando y compartiendo vino. Niños que no paraban de jugar a la pelota o al escondite y gritar, de noche y de día. Personas que había desempolvado sus viejos instrumentos, guardados en el fondo de un armario, y los tocaba en mitad de la calle, para deleite de los amigos. Casas con las puertas abiertas, siempre dispuestas a recibir visitas inesperadas y huéspedes necesitados de sábanas limpias. Vecinos que se gritaban desde sus balcones, en pantalones de deporte y camisetas holgadas.
El gobierno (algún funcionario que mantenían aún cierto sentido cívico) decretó el fin de las clases en los colegios y la suspensión de las obligaciones laborales. También había alertado de la posible falta de suministro de los considerados, hasta entonces, servicios básicos mínimos. Como la electricidad, la gasolina, medicamentos, agua y alimentos. Alertaba de la ausencia de policía, ambulancias, bomberos y transporte público.
Pero la unión entre los vecinos había solventado cada una de esas carencias. Las familias y los amigos se habían reunido, hermanos que hacía tiempo estaban distanciados, se volvieron a hablar, preparaban la cena juntos, con patatas y huevos, recordaban anécdotas pasadas, secaban la ropa al sol y jugaban a viejos juegos de mesa, como las cartas o el monopoly. Todos compartían el mismo destino y eso los había liberado, hablaban con comodidad, desinhibidos, de temas profundos, filosofía, ciencia, arte, de miedos internos y, resignados, de sueños que ya no iban a cumplir. Se produjeron declaraciones de amor aquí y allá entre amigos, o entre simples desconocidos, se perdonaron y resolvieron pequeñas diferencias entre antiguas amistades. La gente había asumido el trágico destino con naturalidad, a falta de
remedio, y había decidido pasar los últimos días de su existencia
rodeado del amor y la compañía de sus seres queridos, sin importar más.
La complicidad y
la necesidad social habían desarrollado nuevas normas y formas de hacer
las cosas, de manera diferente a lo acostumbrado en la ya antigua
sociedad. Se hizo innecesario recargar la batería de los teléfonos móviles, las teles estaban apagadas y apenas se hacía uso de los electrodomésticos, por lo que las reservas de electricidad de la ciudad se mantenían estables. Los supermercados se dejaron abiertos y la gente acudía y tomaba solo lo necesario. No tenía sentido acumular comida si en treinta días se iba a acabar el mundo. De este modo las despensas de los supermercados se vaciaban muy lentamente. La gente había tomado costumbre de bajar con botellas de cristal al río y recoger agua fresca del manantial. Disfrutaban esperando su turno, haciendo cola, charlando con otros conocidos y jugando a mojarse. Habían sustituido los coches por las bicis para desplazamientos menores, ya fuese por necesidad o por ocio. Ya no eran necesarios grandes desplazamientos por lo que los coches estaban siempre parados. Y en los casos en los que no había opción, los vecinos hablaban entre sí y se aprovechaba para realizar varios recados en el mismo viaje. Por lo que los surtidores de las gasolineras aún conservaban fuel suficiente.
Se producían poco accidentes domésticos y de escasa gravedad. Siempre alguien conocía a un médico dispuesto a ayudar que acudía raudo ya fuese una quemadura, un corte o alguien que se había caído de una escalera. Así como sucedía con las gasolineras y los supermercados, las farmacias y los hospitales eran accesibles durante todo el tiempo, y como nadie cogía lo que no necesitaba, era fácil encontrar un antibiótico, una venda o unas muletas. De igual modo, entre todos los vecinos y familiares eran capaces de sofocar los pequeños incendios caseros que se producían y ya ningún malhechor se decidía a actuar ni increpar a un individuo por miedo a ser reprendido por todo un barrio de gente saliendo en su defensa.
Algunos no habían soportado la presión, ni asumido el temible desenlace. Se habían suicidado en silencio en sus camas, en soledad. Quizá el fin del mundo trastocaba sus planes cotidianos hasta un punto insoportable. Quizá ya no tenían fuerzas ni ganas antes y el Apocalipsis solo fue una excusa. Otros habían decidido salir de viaje en sus coches o en sus motos para conocer el máximo número de sitios posibles o simplemente visitar algún destino soñado. Habían organizado una fiesta multitudinaria la noche anterior de la partida para despedirse. Otros tantos habían decidido acampar en lo alto de alguna montaña, o en alguna playa a la orilla del mar, para poder observar, desde la primera fila, los pocos atardeceres y amaneceres restantes.
Y así cada uno encontró en qué ocuparse los días antes del apocalipsis. Y vio claro a qué pasiones y a qué gente quería dedicar su tiempo, cuando el tiempo era un bien preciado, finito y escaso. Tan finito y escaso como sucede en nuestros días.