Es en este contexto histórico de ciencia, arte y comercio donde trascurren las aventuras de nuestra inquieta y curiosa protagonista, Antonie. Nacida en una pequeña ciudad al sur de La Haya, de canales y flores, sin estudios conocidos y de oficio, comerciante de telas y mercería.
—María ven aquí, rápido —exultante y nerviosa no puede evitar llamar a su hija pequeña—, en el agua de lluvia hay unos animalitos, son demasiado pequeños.
—¡Nadan y dan vueltas! —La hija salta y gira en el aire intentando imitar el extraño comportamiento de aquellos bichos diminutos que acaba de observar a través de la mágica lente. —¿Vienen del cielo?
—No lo creo, hija —Antonie queda dubitativa al tiempo que ambas escuchan la llamada de una voz conocida desde el salón. —No le digas nada a tu padre y lávate las manos antes de comer.
—¡Nadan y dan vueltas! —La hija salta y gira en el aire intentando imitar el extraño comportamiento de aquellos bichos diminutos que acaba de observar a través de la mágica lente. —¿Vienen del cielo?
—No lo creo, hija —Antonie queda dubitativa al tiempo que ambas escuchan la llamada de una voz conocida desde el salón. —No le digas nada a tu padre y lávate las manos antes de comer.
La pasión de Antonie por la observación a través de lentes surge a edad temprana, casi por casualidad, como suelen ocurrir las mejores cosas en esta vida. Cuenta dieciséis años cuando se muda a Ámsterdam y empieza como aprendiz de tratante de telas. Con el fin de detectar la calidad de la mercancía, le proporcionan una lupa montada en un pequeño soporte, utilizada por los comerciantes textiles con regularidad, que amplía la visión hasta casi triplicar el tamaño de lo observado. Tras cinco años en el negocio textil y especializada en la selección de género, regresa a su ciudad natal con la experiencia necesaria para abrir su propia tienda de telas. Mujer meticulosa y creativa, considera un despropósito andar comprando lentes y decide crearlas ella misma. Visita tiendas de óptica, frecuenta alquimistas, orfebres y boticarios y curiosea sus métodos secretos con el fin de dominar el arte de los metales y el soplado del vidrio. Así aprende los procedimientos necesarios para la talla de lentes. Confecciona unas primeras lentes biconvexas montadas sobre sencillas platinas de latón, que se sostienen muy cerca del ojo. A través de ellas puede observar objetos, que monta sobre la cabeza de un alfiler, ampliando su tamaño doscientas veces. Hecho asombroso y revolucionario que le hace caer de espaldas en su primera observación. Azotada por una mezcla de confusión, pérdida de foco visual y sorpresa indescriptible debida al descubrimiento de mundos minúsculos allá donde no se esperaban. Acaba de nacer la microbiología.
La obstinación le incita a la creación de sus propias lentes y estas le empujan a la observación obsesiva y curiosa no ya solo de tejidos y mercadería textil, sino todo cuanto cae en sus manos. Examina pétalos de tulipanes y otras flores, hilos de lana de oveja, cabellos, cuyos finos filamentos se transformaban, por virtud de su pedacito de cristal, en troncos gruesos, hojas caídas, el interior de algunas semillas, astillas de madera, desventurados insectos... No por azar examina también una gota de lluvia, aquella que enseña con asombro y emoción a su hija en la anterior escena de este relato. Se adentra en los dominios de dios y puede ver los engranajes de su creación, glóbulos rojos, espermatozoides, vacuolas... Descubre nuevos seres, sus animálculos como ella los bautiza, microorganismos como bacterias, hongos, infusorios y protozoos. Distinción y nombres todos ellos asignados con posterioridad. Todo es mágico e increíble.
Alejada toda su vida del ambiente universitario y desconocedora del mundo científico deduce, no obstante, la conveniencia de compartir sus asombrosos descubrimientos y magníficos avistamientos. Escribe, en su lengua natal y única conocida por ella, cartas a las principales academias de ciencia europeas, a la Royal Society londinense y a la Académie des Sciences parisina, sin obtener traducción, credibilidad ni respuesta alguna. Es por esto que decide centrarse plenamente en sus observaciones y perfeccionar, más aun, el pulido de sus lentes. Llega a un nivel de sofisticación tal, que las lentes empiezan a descomponer los objetos observados en extrañas capas de color. Una descomposición cromática que no distorsiona ni afecta en modo alguno a la definición visual de los objetos y su enfoque, siendo cada vez más detallados, ofreciendo una silueta fina y perfilada. La aberración cromática estalla en una especie de aura luminosa que envuelve al objeto perfectamente enfocado, como una nube trasparente multicolor. Empieza a observar con estas nuevas y enigmáticas lentes escamas de su propia piel y evidencia como emiten distintos mapas de color según el momento. Tras un tiempo de medidas inciertas, detecta un patrón abrumador. El color observado se corresponde claramente con los sentimientos que le invaden en el momento de la muestra. Si se encuentra relajada y contenta, las lentes reflejan unos colores vívidos y cálidos. Por el contrario, en algún momento de desasosiego o enfado, el espectro cromático aparece más bien frío y tenue. ¿Puede esto ser cierto? Con el tiempo, aprende a detectar con más fiabilidad el color asociado a cada tipo de sentimiento. Nunca aparecen solos, pero sí es posible detectar la marca única de cada uno, como un puré de emociones. Puede definir así las frecuencias visuales del espectro sentimental humano y categorizarlas. Bondad, Amor, Enojo, Deseo, Miedo, Compasión, Alegría, Culpa, Gratitud, Frustración, Felicidad, Sorpresa, Hostilidad, Tristeza y Esperanza.
Con el fin de comprobar sus averiguaciones y acreditar la veracidad, expande de forma geográfica los experimentos por su barrio. Aprovecha cruces y saludos con sus vecinos para tomar, con no poco disimulo, muestras minúsculas y partículas de objetos tales como sombreros, guantes, cestas, mandiles y herramientas. Así puede analizar la luz desprendida por artesanas y comerciantes de su ciudad, como el panadero, el herrero, el carpintero o el barbero. Muestras que, bajo la luz de sus prodigiosas lentes, le permiten mirar y adentrarse en lo más profundo de sus almas. Sabedora de sus miedos, alegrías, sueños y faenas, es capaz de empatizar con cada una de las personas con las que tiene trato. Como si la naturaleza le hablase a través de la luz de sus auras, como si hubiese aprendido un dialecto del lenguaje del universo. Solo hay uno de los experimentos realizados que no consigue entender. «¡Es todo luz!», exclama cada vez que intenta analizar algún objeto o muestra tomada de su propia hija. El aura cromática mostrada por la lente converge en una única fuente de luz cristalina y brillante, como si de ella un sol naciese. Limpia entonces con esmero las lentes y toma una nueva muestra de alguno de sus juguetes de animales de madera tallada o esos graciosos trapos con cabeza que proceden de España, a los que da vida la mano infantil. Pero el resultado es el mismo. El despliegue de una luz blanca, pura y cegadora. Una luz impenetrable que irradia paz y armonía. Una demostración de luz que solo ocurre con las muestras de su querida y traviesa hija, de espíritu vivo y alegre. ¿Qué significa todo aquello? Descartado el error como explicación y tras un período de incertidumbre, la respuesta cruza limpia y fugaz por sus pensamientos. Está claro, solo una explicación es posible. Entonces comprende que hay seres que son pura luz, mezcla de colores brillantes y vida, llenos de sentimientos y capaces de iluminar cualquier rincón del universo. Seres que vibran a frecuencias que abarcan todo el espectro posible, inconmensurables, cuya radiación es capaz de calentar las regiones más frías y recónditas. Seres cuyo reflejo es capaz de iluminar lo mejor de cada persona. Seres de cuya luz todo nace. Seres de luz.
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