lunes, 17 de agosto de 2020

Lo nunca visto (I)

A principios del siglo XVII, Cervantes relataba, a través de su caballero de la Fe, la decadencia del esplendor de un imperio que jamás volvería a brillar, salvo su pintura y su poesía. Pocos años después, Velázquez retrataba para la posteridad el último fogonazo con éxito del ejército de aquel imperio que dominó el mundo. Un ejército que había sometido a una pequeña unión de provincias, a la postre, los Países Bajos. Dicha unión de pueblos holandeses, a pesar de su rendición, contribuiría a lo largo de aquel siglo, a una explosión científica de ideas revolucionarias y conocimientos asombrosos, tanto en física y astronomía como en biología. Todo ello gracias a la destreza en el pulido y el uso de unos pequeños objetos de vidrio, del tamaño de una lenteja, a la que deben su nombre, capaces de desviar la trayectoria de la luz. Unos objetos, llamados lentes, que pusieron el foco en la filosofía natural de aquella época y consiguieron transformarla en lo que hoy conocemos como ciencia moderna. Unas lentes que abrieron los ojos a un mundo que nunca ya los pudo cerrar.

Holanda sería en aquel siglo una especie de «Lenses Valley» post-renacentista. Un siglo donde Galileo, a través de las lentes de un telescopio holandés, pondría el universo patas arriba con el avistamiento de las lunas de Júpiter. Donde Spinoza, un eficaz pulidor de lentes nacido en Ámsterdam, cogería nuestras almas y nos haría uno con la naturaleza a través de una misma sustancia. Un siglo de una lucha incesante y desigual por el monopolio de la óptica, entre Huygens, otro holandés, con su pionero tratado ondulatorio de la luz y Newton, con su modelo corpuscular de proto-fotones. Un siglo de lentes y ópticas, y el deseo de observar más allá de lo que ven los ojos. La pasión de mirar, de ver las cosas como son, de descubrir lo que no se ve a simple vista. Reinventar la mirada. El comienzo de la exploración de lo infinitamente grande y de lo inmensamente pequeño. El dominio de la luz.

Una luz holandesa que alumbró no solo la ciencia, sino incluso el mundo del arte, a través de sus pintores, otorgando en sus composiciones a la iluminación y sus juegos un protagonismo no visto antes. Una fusión entre arte y el estado de la ciencia en aquella época, plasmada de un modo sublime por Rembrandt en su revolucionaria y casi herética «Lección de anatomía del Dr. Tulp». Un siglo de luz holandés donde, no es de extrañar, un tercio de todos los libros en el mundo se publicaban en Ámsterdam. Una ciudad, a la sazón, eje no solo cultural, sino también comercial de Europa, siendo su principal adversaria en este terreno, Venezia, brutalmente golpeada en aquel entonces por la peste bubónica. A pesar de la invención con fines médicos de sus famosas máscaras carnavalescas, las laxas medidas sanitarias adoptadas, al no querer llevar a cabo la pertinente cuarentena con el fin de no obstaculizar el comercio, derivaron en la caída de esta ciudad como potencia marítima y comercial, una caída de la que solo conseguiría recuperarse siglos después en forma de turismo. Pero eso es otra historia.

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