A principios del siglo XVII, Cervantes relataba, a
través de su caballero de la Fe, la decadencia del esplendor de un imperio que
jamás volvería a brillar, salvo su pintura y su poesía. Pocos años después,
Velázquez retrataba para la posteridad el último fogonazo con éxito del
ejército de aquel imperio que dominó el mundo. Un ejército que había sometido a
una pequeña unión de provincias, a la postre, los Países Bajos. Dicha unión de
pueblos holandeses, a pesar de su rendición, contribuiría a lo largo de aquel
siglo, a una explosión científica de ideas revolucionarias y conocimientos asombrosos,
tanto en física y astronomía como en biología. Todo ello gracias a la destreza
en el pulido y el uso de unos pequeños objetos de vidrio, del tamaño de una
lenteja, a la que deben su nombre, capaces de desviar la trayectoria de la luz.
Unos objetos, llamados lentes, que pusieron el foco en la filosofía natural de
aquella época y consiguieron transformarla en lo que hoy conocemos como ciencia
moderna. Unas lentes que abrieron los ojos a un mundo que nunca ya los pudo
cerrar.
Holanda sería en aquel siglo una especie de «Lenses
Valley» post-renacentista. Un siglo donde Galileo, a través de las lentes de un
telescopio holandés, pondría el universo patas arriba con el avistamiento de
las lunas de Júpiter. Donde Spinoza, un eficaz pulidor de lentes nacido en
Ámsterdam, cogería nuestras almas y nos haría uno con la naturaleza a través de
una misma sustancia. Un siglo de una lucha incesante y desigual por el
monopolio de la óptica, entre Huygens, otro holandés, con su pionero tratado
ondulatorio de la luz y Newton, con su modelo corpuscular de proto-fotones. Un
siglo de lentes y ópticas, y el deseo de observar más allá de lo que ven los
ojos. La pasión de mirar, de ver las cosas como son, de descubrir lo que no se
ve a simple vista. Reinventar la mirada. El comienzo de la exploración de lo
infinitamente grande y de lo inmensamente pequeño. El dominio de la luz.
Una luz holandesa que alumbró no solo la ciencia,
sino incluso el mundo del arte, a través de sus pintores, otorgando en sus
composiciones a la iluminación y sus juegos un protagonismo no visto antes. Una
fusión entre arte y el estado de la ciencia en aquella época, plasmada de un
modo sublime por Rembrandt en su revolucionaria y casi herética «Lección de
anatomía del Dr. Tulp». Un siglo de luz holandés donde, no es de extrañar, un
tercio de todos los libros en el mundo se publicaban en Ámsterdam. Una ciudad,
a la sazón, eje no solo cultural, sino también comercial de Europa, siendo su
principal adversaria en este terreno, Venezia, brutalmente golpeada en aquel
entonces por la peste bubónica. A pesar de la invención con fines médicos de
sus famosas máscaras carnavalescas, las laxas medidas sanitarias adoptadas, al
no querer llevar a cabo la pertinente cuarentena con el fin de no obstaculizar
el comercio, derivaron en la caída de esta ciudad como potencia marítima y
comercial, una caída de la que solo conseguiría recuperarse siglos después en
forma de turismo. Pero eso es otra historia.
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