¿Existen los personajes literarios antes de ser escritos? O acaso nacen con el roce de la
pluma creativa del escritor sobre el papel blanco y virgen. El viaje de un personaje
empieza con una idea, un chispazo que surge en la mente del autor. Si la chispa no se
apaga y el escritor es constante, prenderá un fuego de líneas, párrafos y capítulos. Y, si
dios quiere, ese fuego arderá en los ojos del lector, uno o cientos.
¿Qué ocurre si la chispa no prende? Difícil cuestión. Podemos pensar que el personaje,
aún vago y difuso, sin forma ni fondo, vagará errante en un limbo literario por toda la
eternidad; inconsciente, quizá, a la espera de que el hálito de otro autor u otra época,
le insufle la vida denegada. No es objeto de este ensayo preocuparse de estas almas
literarias, huérfanas y desamparadas. Y sí, divagar sobre aquellos personajes a los que
el artesano barniza o esculpe en sus cuadernos.
¿Es el personaje consciente de su creación?
¿Es el personaje consciente de su creación? No hay razón ni experiencia que sustente
tal teoría. Su consciencia flota inerme en una nebulosa estática a la espera de una nueva
atención por parte de su creador. A través de descripciones y hechos, prosopografías y
etopeyas, el autor perfila la figura del personaje, las cualidades y su personalidad. El
prototipo de un David escondido bajo el mármol. Unas cuantas notas sobre el
pentagrama a las que se van añadiendo armonía y ritmo hasta componer una sinfonía
completa.
¿Será capaz el protagonista de escuchar su propia sinfonía? Es tentador pensar que sí,
que el personaje adquiere vida propia una vez se separa de la punta de la pluma que lo
escribe y lo dirige. Es, en ese entonces, liberado de la atención y el mandato del creador,
cuando el personaje juega con su personalidad y se estudia a sí mismo, en un proceso
de auto-experimentación. Crece y evoluciona bajo designios artísticos inexplicables.
Cuando el autor regresa, se encuentra a un personaje distinto, más completo y
autónomo. Lo sigue viendo con ojos paternalistas, pero acata la ineludible sentencia de
la emancipación filial. Una emancipación del personaje que nunca será completa pues
está ligada al papel inseparable que le cobija y lo circunscribe. El personaje no podrá
atravesar el muro de la portada, ni escaparse por la contraportada. Una jaula de papel
que encierra un espacio infinito.
¿Qué ocurre cuando cerramos el libro? He aquí el gran misterio literario y sus dos
extremos. Por un lado, la sensación nihilista de que los personajes entran en un estado
narcótico perpetuo, suspendidos en el tiempo y en el espacio, a la espera de un nuevo
lector o bien, de uno antiguo y nostálgico. Seres inanimados sin desarrollo ni vidas
propias. Una historia vivida en bucle que, en la última página, inyecta algún tipo de
amnesia retrógrada y hace que la historia vuelva a empezar y los personajes regresen al
sitio de siempre, de nuevo, por primera vez. Como una manta tejida y destejida
eternamente por las agujas de los lectores. ¡Qué desolador! Por otro lado, la osada y
gozosa posibilidad de una espera entre bambalinas, personajes que juegan al escondite.
Cuando el lector mira, se muestran, resucitan, si es necesario, y actúan según el papel
que les ha tocado interpretar. Pero mientras aquel no mira, su universo se expande y
viven, se relacionan, se enamoran, se equivocan, buscan la felicidad y recorren su propio
camino.
Es así como imaginamos a Sancho, melancólico, echando en falta a su señor y cepillando
a Rocinante; imaginamos también a Ulises charlando animosamente con Phileas
mientras planifican, juntos, nuevos viajes; vemos a Gregorio Samsa, armándose el
disfraz de insecto cada vez que es llamado a escena, y a Sinhué, que le recuerda el
carácter sagrado de los escarabajos en su antiguo Egipto; «¡No es un escarabajo!»;
corrige a gritos un irritado Samsa; podemos ver también a Romeo y a Julieta enfrascados
en su enésima disputa de pareja; a Akaki Akákievich paseando y presumiendo, una y
otra vez, su flamante capa; a Poirot dudando frente al espejo, por un instante, si dejarse
barba; a Hawkins actualizando sus antiguos mapas en papel con datos sacados de
internet, en busca de nuevos tesoros; a Úrsula y sus extrañas apariciones, casi
incorpóreas, que asustan y desasosiegan a todos; a Alicia, sin poder moverse, con la
barriga hinchada de pastelillos; a Midori y su infatigable entusiasmo hablando con Hari
Seldon sobre el futuro de la humanidad; a Montag, almacenando y organizando, cual
bibliotecario, todos los libros que caen en sus manos; a Eliza y su infinita capacidad de
esparcir un amor limpio a su alrededor. Los sábados, al atardecer, se juntan el universo
literario con el cinematográfico y ven películas, charlan sobre libros y bailan, con el móvil
de guardia en el bolsillo, no sea que algún lector hambriento y anheloso requiera, de
inmediato, su presencia urgente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario