viernes, 8 de marzo de 2019

Contradicciones


Anunció Jehová a Abraham su determinación de arrasar con el pecado y la maldad que imperaban en las dos ciudades. Este, atónito, se acercó un poco más a él, y le preguntó:

—¿Vas a destruir a los inocentes junto con los culpables? Tal vez haya cincuenta personas inocentes en la ciudad. A pesar de eso, ¿destruirás la ciudad y no la perdonarás por esos cincuenta? ¡No es posible que hagas eso de matar al inocente junto con el culpable, como si los dos hubieran cometido los mismos pecados! ¡No hagas eso! Tú, que eres el Juez supremo de todo el mundo, ¿no harás justicia?

—Si encuentro cincuenta inocentes en la ciudad de Sodoma, por ellos perdonaré a todos los que viven allí —contestó Jehová.

Pero Abraham volvió a decirle:
—Perdona que sea yo tan atrevido al hablarte así, pues tú eres Dios y yo no soy más que un simple hombre; pero tal vez falten cinco inocentes para completar los cincuenta. ¿Sólo por faltar esos cinco vas a destruir toda la ciudad?

—Si encuentro cuarenta y cinco inocentes, no la destruiré.

—Tal vez haya sólo cuarenta inocentes... —insistió Abraham.

—Por esos cuarenta, no destruiré la ciudad —dijo Jehová.

—Te ruego que no te enojes conmigo por insistir tanto en lo mismo, pero tal vez encuentres solamente treinta... Abraham volvió a suplicar.

—Hasta por esos treinta, perdonaré a la ciudad.

—Mi Señor, he sido muy atrevido al hablarte así, pero, ¿qué pasará si encuentras solamente veinte inocentes?

—Por esos veinte, no destruiré la ciudad.

—Por favor, mi Señor, no te enojes conmigo, pero voy a hablar tan sólo esta vez y no volveré a molestarte: ¿qué harás, en caso de encontrar únicamente diez?

—Hasta por esos diez, no destruiré la ciudad.

Cuando el Señor terminó de hablar con Abraham, se fue de allí; y Abraham regresó a su tienda de campaña.

(Génesis, 18)


Quién sabe por qué Abraham decidió dejar de preguntar. Quizá tenía miedo de escuchar: "Hay siete inocentes, aun así destruiré la ciudad". Quizá quiso dejar una pequeña salida a Jehová para no confrontarlo. Quizá, simplemente, no quiso enfadarlo. El caso es que no siguió preguntando y Sodoma y Gomorra fueron arrasadas.

A veces somos muy exigentes con nosotros mismos. Una exigencia consentida y sin sentido. Nos juzgamos con severidad, hurgamos nuestras propias llagas, sobre-iluminamos nuestras imperfecciones con focos de alta intensidad y nos escupimos a la cara el arquetipo ejemplar y modélico que nunca seremos. Nos concedemos un porcentaje infinitesimal de error y sustituimos comprensión por castigo. No nos permitimos siquiera ese margen de diez inocentes que se dio Jehová. El ruido blanco de nuestros pensamientos nos acecha constantemente.

Si no aprendemos a domar ese ruido blanco incansable de nuestra cabeza termina por desorientarnos. A menudo debatimos con nosotros mismos, en nuestro campo de batalla mental. Como Pandavas y Kauravas en la llanura sagrada de Kurukshetra. Somos Arjunas en busca de nuestro propio Krisna. Algo o alguien que nos indique cuál es nuestro dharma, nuestra misión, nuestro camino, nuestro lugar en el mundo. Somos Ulises camino de cientos de Ítacas. A menudo olvidamos que el camino es el propio fin. Como los pasos del poema de Machado, caminante son tus huellas el camino y nada más.


Deberíamos ser nuestro fan número uno. Incondicional. En todo momento. Abrir de una patada la puerta del cuarto donde se alojan nuestros defectos y virtudes y sacar la mejor versión de nosotros mismos. No es auto-estima, sino auto-amor. En eso consiste la vida. En querer y quererse mucho. En hacer la vista gorda con nuestras pequeñas imperfecciones, contradicciones y defectos, siempre que sean menos de diez. Procurar hacerlo mejor la próxima vez, seguir adelante y presionar el acelerador. ¿Cómo se puede disfrutar del viaje sin sentir el viento golpeándote en la cara?

En Sodoma, al parecer, había cuatro inocentes. Lot, su esposa y sus dos hijas. Jehová, en su infinita misericordia, quién sabe si quizá para justificar la furia que estaba a punto de desplegar, les permitió abandonar la ciudad, sin más condiciones que no girarse. La mujer desobedeció. Al volver la vista atrás, vio la senda que nunca debió volver a mirar y se convirtió en estatua de sal. Curiosa metáfora si entendemos el camino a recorrer como 'futuro' y la ciudad dejada atrás como 'pasado'. El pasado a veces nos mantiene inmóviles y nos impide avanzar.

Lot, al parecer, tampoco acabó bien parado. Sus hijas, por temor a quedar sin descendencia por la muerte de todo varón fértil de la región, lo emborracharon hasta la inconsciencia y lo forzaron a fecundarlas, una noche a la mayor y a la siguiente noche, a la menor. Y no sabemos de él más que debió de pasar el resto de sus días en una cueva, abandonado de la razón. Desdichado e infausto final para un inocente.

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