
Fue a finales de 1996. Había leído acerca de una emergente red de redes que sería capaz de conectar el ordenador de mi casa con otro ordenador situado en el mismísimo edificio de la nasa; algo que iba a revolucionar el mundo científico y de la educación. A la postre revolucionaría esos mundos y toda la sociedad en general. Y de qué manera.
Pero no quiero hablar de internet. Fue mi afición juvenil y entusiasta por la astronomía, en pleno proceso creativo, la que vio en esta red de redes la oportunidad de acceder a cientos de líneas de información y, sobre todo, fotos de planetas, nebulosas, estrellas, galaxias,…
No recuerdo bien cómo conseguí convencer a mi madre, en el rol de socia capitalista, y comencé mi andadura por internet. Me rodeé de términos como infovia, redestb, modem,… Me conectaba, armado de paciencia, a vertiginosas velocidades de veintiocho mil bits por segundo (frente a los usualmente más de tres millones de bits actuales). Una vez al día, durante no más de una hora (no existía el término tarifa plana aún), inundaba mi disco duro de casi quinientos megabytes (con su posterior copia de seguridad a infinitos disquetes de 1.44 megabytes) de todas las fotos que encontraba por “ahí”; no fuese a ocurrir que un día, de buenas a primeras, cerrase internet.
También había leído, entre las mil y una ideas peregrinas que surgían en aquella época acerca de la novedosa red de redes, que algunos ordenadores (o servidores o lo que quieran que fuesen), compartían música.
Aunque nunca llegué a cardarme el pelo, ni vestir de negro, oscuro, por aquellos días era un auténtico fan de The Cure y me puse manos a la obra a buscar todo lo que pudiese encontrar del grupo. Más fotos, carátulas para mis cintas tdk,… Y encontré un bootleg (descubriría que se llamaban así a las ediciones pirata) de un concierto de 1992. Fue uno de los momentos más excitantes de mi vida (hasta esas alturas post-adolescentes en las que se encontraba mi vida, claro está).
En ese entonces, en mi casa había una especie de cadena musical con dos altavoces, con capacidad para dos casetes, donde realizaba el pirateo típico de aquella época (de cinta a cinta). Estaba situada en el salón y sólo podía escucharse cuando nadie estaba viendo la tele. Así que fue todo un acontecimiento cuando mi padre instaló uno de los altavoces en el pasillo, tras una habilidosa ingeniería de cableado. Es así como mis tres hermanos mayores, educaron mi oído en todo tipo de registros y épocas distintas, con sus variopintos gustos musicales.
Tardé más de un mes en descargar las más de veinte canciones de aquél bootleg. Y ello, gracias a que estaban comprimidas utilizando un novedoso sistema de compresión que conseguía reducir una canción de cinco minutos, que ocupaba más de veinte megas en formato wav, en no más de cuatro o cinco megas en un formato llamado mp3, sin perder apenas calidad de audio. Me parecía algo increíble.
Un par de años después, alguien se haría con un buen montón de dinero con esta idea, intermediando entre las necesidades musicales de miles de personas a través de un programita llamado napster, que dinamitaría los cimientos de la industria discográfica mundial.